Comentarios:

Déjese llevar por el primer impulso y que unas simples palabras, las primeras que tenga en la punta de la lengua, fluyan, converjan, se entremezclen y escriba, escriba lo que se le ocurra, al instante, o en algún rincón de su tiempo(si es que quiere pensar lo que va a comentar)
¡Muchas Gracias!

Pablo.-

Datos Personales y Contacto:


CONTACTO:
tablotres@hotmail.com
Jesús María, Córdoba, Argentina
Tel.: 03525-426079

PABLO M. PREZ


lunes, 16 de enero de 2012

El tutu - Óleo sobre Bastidor 55x45



     -¿Y si lo matan, tata? -había preguntado Vicenta en el colmo de la desesperación.
     -No hay quien haga esa gauchada -contestó el paisano-; para matar a Juan tendrán que juntarse dos partidas.
     Y era tal la profunda seguridad que tenía el viejo en el coraje y en la vista de Moreira, a quien amaba con toda la sencillez del gaucho, que al decir aquello había infundido valor al decaído espíritu de Vicenta.
     En esta conversación estaban padre e hija, cuando relinchó el overo bayo, relincho que arrancó un grito de placer a Vicenta, y que despidió al buen viejo de la silla en que se hallaba sentado.
     Cuando se asomaron al alero del rancho, ya Moreira había atado su parejero al palenque, y se sentían en dirección al rancho sus conocidas pisadas, acompañadas del metálico ruido que produce la rodaja de la espuela.
     El paisano abrazó tiernamente a Vicenta y estrechó la mano tosca de su suegro, en un apretón que fue la narración de todo lo que hiciera.
     Su suegro lo comprendió así y guardó silencio; bajó la cabeza y quedó en actitud pensativa.
     Moreira estaba sereno, pero en su mirada hermosa se podía ver la tempestad que cruzaba su espíritu varonil.
     Hemos hablado con los empleados de policía que han combatido con Moreira, inválidos todos, y que figurarán a su tiempo en esta narración, y hemos conversado largamente con el capitán de las partidas de plaza de Lobos y Navarro, inválidos también, y todos ellos nos han relatado la honda impresión que producía la mirada de Moreira en el combate.
     Su pupila se dilataba poderosamente sombreada por la larga pestaña; a sus ojos afluía e irradiaba su espíritu varonil, dominándolo como la soberbia mirada del león.
     Pidió a su mujer un mate y cuando ésta se alejó a prepararlo, Moreira tomó de nuevo entre las suyas la mano de su suegro, y con una expresión de infinita melancolía le dijo:
     -Me he desgraciado, tata viejo, he muerto a un hombre.
     El viejo levantó la cabeza, miró a Moreira a través de un velo de lágrimas y le preguntó sencillamente:
     -¿En buena ley?
     El paisano guardó silencio, pero abrió su saco y mostró coagulada sobre la camisa la sangre de la herida recibida.

Eduardo Gutiérrez, Juan Moreira (Fragmento)

lunes, 2 de enero de 2012

La Última Pulpería - Óleo sobre Bastidor 60x50



      —Sí —dice Tomatis—. Las bailarinas. Fijo que acaban con el verano.
      Y, echándose contra el respaldo de su silla, deja caer hacia atrás la cabeza, tratando de
auscultar, más allá de las copas enormes de las acacias y de los penachos de las palmeras,
aparentemente sin resultado, el cielo oscuro. Gotas de sudor, que le han brotado en la frente, le corren rápidas por las sienes hasta las orejas, y cuando llegan al borde de la mandíbula, cerca de los lóbulos, caen al vacío empapando el cuello de la camisa azul. La piel tostada de la cara, de los brazos, del cuello, parece tan gruesa como el cuero, y fuerte, casi impenetrable, y como el cuero también, en ciertas porciones de su superficie, en la frente, alrededor de los ojos y de la boca, está un poco ajada y arrugada. Observándolo, Pichón se alegra interiormente de encontrarle un aspecto tan saludable, ilusión que se acentúa porque Tomatis, casi en la orilla de los cincuenta años, conserva todavía bastante cabello revuelto y oscuro. Una impresión instantánea y fugaz, pero muy intensa, de continuidad o tal vez de permanencia lo transporta mientras lo observa, como si a través de la invariabilidad física de Tomatis, que cuando tenía veinte años parecía más viejo de lo que era y ahora que tiene casi cincuenta más joven de lo que es, pudiese verificarse no tanto la mansedumbre del tiempo como su inexistencia. Únicamente el presente le parece real, y tan inseparable del espesor de las cosas, tan confundido con la extensión palpable del mundo, que su dimensión temporal está como abolida. El tiempo y sus amenazas se le presentan ahora como una leyenda, colorida y terrible a la vez, a la que, refugiado en la rudeza rugosa y clara del presente, ya no considera necesario seguir dándole crédito. La camisa verde claro, casi fluorescente de Soldi, vibra en el aire nocturno del patio y el rumor de las bailarinas en la altura, alrededor de las luces, después de su aparición súbita, más los clientes sentados en sus sillas blancas de hierro forjado, más el gusto del trago de cerveza que acaba de tomar, más la sensación de frescura que, después de depositar el vaso vacío en la mesa, le ha quedado en la yema de los dedos, más el fondo móvil del restaurante, con la pared blanca, el techo de paja y el personal que trabaja cerca del bar y de la cocina y se dispersa después por los senderos rojos de ladrillo molido, más las copas inmóviles de los árboles, las guirnaldas de lamparitas de colores, los platos y los vasos sobre la mesa, todas esas presencias familiares y al mismo tiempo enigmáticas, como si acabaran de florecer, compactas y nítidas, de un grumo de nada, parecen haber bloqueado el fluir del cambio, dejándolo en un exterior improbable y distante, como si el presente crudo transcurriera en una bola de vidrio sobre la que las gotas de tiempo, sin poder adherir a la cápsula lisa y transparente, resbalan hacia un abismo
de eternidad desmantelada y negra.

Juan José Saer, LaPesquisa (Fragmento)