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Déjese llevar por el primer impulso y que unas simples palabras, las primeras que tenga en la punta de la lengua, fluyan, converjan, se entremezclen y escriba, escriba lo que se le ocurra, al instante, o en algún rincón de su tiempo(si es que quiere pensar lo que va a comentar)
¡Muchas Gracias!

Pablo.-

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PABLO M. PREZ


lunes, 24 de junio de 2013

Río Ceballos 2013 - Acrílico sobre bastidor (70x100 y 95x72)








    Al fin concluyeron los quince días. Fue, como todo, cuestión de empezar. El primer día le pareció que le faltaba aire que respirar; se ahogaba, desazonado, en la irremediable abstención. Había prometido no fumar un sólo pitillo en dos semanas y la perspectiva de los días que faltaban agudizaba y hacía menos soportable la privación presente. «No podré resistir; no me será posible», se decía, pero su formación moral le impedía quebrantar la promesa. Fuera como fuese, había que resistir, que privarse de humo durante dos semanas, aguantar, aguantar y aguantar... Los días fijados transcurrieron, al fin. Al despertar, el dieciseisavo, lo primero que se representó la mente de Gerardo fue una tenue voluta de humo blanco retorciéndose, contorsionándose, ascendiendo paulatinamente hacia el techo, borrándose al cabo. «Dios mío, esto se acabó, ya puedo fumar», se dijo sigilosamente, atenazado por un temor inconcreto de que alguien pudiera aún ordenarle la prolongación de la promesa: —¡Hola, hijita! ¿Cómo has descansado? Sonreía al besar a su esposa. (Evocaba ya el leve bulto del pitillo separando los labios, ofreciéndole generosamente su extremo para que aspirase hasta saciarse.) —¡Buenos días, chico! ¿Por qué hoy de tan buen humor? Él continuaba sonriendo beatíficamente, regodeándose en una espera voluntariamente impuesta ahora.
    —Es igual; no lo entenderías. Es hoy el día más feliz de mí vida y eso basta. Se estiró en el lecho un momento, luego se incorporó, hizo unas leves flexiones de piernas y se duchó, después, frotándose ásperamente el pecho con agua fría. Ya vestido se encerró en su despacho. Diríase que todo, por dentro y por fuera, había cambiado su fisonomía a la aguda observación de Gerardo. Los ruidos mañaneros ascendían de la calle optimistas y claros. Se asomó un instante a la ventana y vio discurrir bajo sí una interminable hilera de carros que llegaban del campo cargados de leña. (Una leña poblada de aristas, desmenuzada a golpes de hacha, sacrificada en los lejanos pinares.) Entornó los ojos y aspiró fuerte, pareciéndole que con esta profunda, enérgica inspiración, se colmaba todo él de las aromáticas emanaciones de aquellos pinos muertos y despedazados. En el fondo de todo ello había un deleite sensual, una morosidad consciente y prevista para hacer más deseable la reanudación del vicio. Cerró el balcón y se sentó lentamente en el sillón, frente al su mesa. Ante él humeaba el desayuno y aquellas espirales columpiándose en la atmósfera, reavivaron su deseo voluptuoso de verse repleto, saciado de un humo más denso y macizo que aquél, impregnando, paulatinamente, todo su cuerpo. Desayunó con calma. Sin él advertirlo sus labios se entreabrían en una sonrisa de complacencia, como si alguien le cosquillease tenuemente en las comisuras.  
    Notó la templanza del café en el estómago, estimulándole, y entonces constató muy íntimamente que había llegado el momento. De una tabaquera de cuero repujado, junto a él, extrajo un librillo de color teja y, tonta, incomprensiblemente, al notar el liviano rectángulo entre los dedos el corazón comenzó a brincarle aceleradamente. —Si seré tonto —se dijo en alta voz. Pero a pesar de esta convicción, no muy firme, sus labios continuaban entornados, revelando un ancho y hondo deleite. Observó el librillo con ojos escrutadores. Levantó la primera tapa y leyó con fruición: «Verificar el contenido por la abertura de encima.» Sonrió y luego, efectivamente, verificó el contenido. Era hoy uno de esos días que se hallaba predispuesto a dar satisfacción a todo el mundo. Tornó a verificarlo, lanzando sobre «la abertura de encima» una mirada ávida. Existía un recreo meticuloso en todas estas operaciones preliminares a la posesión. En cada una se escondía un aliciente sabroso y estimulante. «Aún quedan hojas para dar y tomar», pensó, y luego, con dedos temblorosos, prendió el translúcido extremo de la hoja que asomaba y tiró de ella «con movimiento de ida y vuelta», como se aconsejaba en letras bien visibles en la parte inferior del estuche. Gerardo hubo de dar, de pronto, un sorbetón inusitado para evitar que una baba tibia y resbaladiza se le deslizase barbilla abajo. Entre las yemas de sus dedos índice y pulgar sostenía ahora la hojita blanca, sutil e ingrávida como una pluma de pechuga de ave. La volvió hacia la luz para comprobar la situación del filete engomado; después tomó con la otra mano el extremo opuesto y, oprimiendo levemente con los pulgares en ambas esquinas y cerrando, casi simultáneamente, la pinza que formaban índice y pulgar de cada mano, obtuvo el pliegue de seguridad que apetecía. —No, no, en estos tiempos no puede desperdiciarse una molécula de tabaco —se dijo en un cuchicheo mientras destapaba de nuevo el cofre de cuero repujado que tenía junto a sí. Tomó un puñadito de tabaco y lo volcó de una vez en el papel plegado. El corazón volvía a brincarle como la primera vez que besó a su mujer, con la misma intranquila, impaciente, palpitación. Ahora rebuscaba en el montoncito como si espigase en un rastrojo. Lo purificaba de elementos nocivos con crispante minuciosidad, solazándose en la proximidad de la satisfacción íntegra de su deseo. Oía a su mujer entrar y salir de la cocina, entenderse con los niños que ya se habían despertado. —Oh, Dios, Dios, que no entren ahora; que no se les ocurra entrar ahora —balbuceó. Deseaba saborear las delicias de aquel primer pitillo en una soledad no interrumpida; creía firmemente que una irrupción en aquellos solemnes instantes podría acarrearle más graves consecuencias que un corte de digestión. Continuaba expurgando el insignificante y oscuro montoncito. Eliminaba de él minúsculas trizas de rígida dureza, los nervios de la hoja insensatamente mezclados con las briznas de tabaco puro y el autorizado porcentaje de follaje de patata. Aún restó un pellizco del montón, que reintegró cuidadosamente al cofre de cuero repujado. Seguidamente igualó con parsimonia el tabaco en el ángulo diedro del papel, y a continuación introdujo el extremo inferior de la hojita bajo el lado opuesto e hizo resbalar el pequeño cilindro sobre las falanges de sus dedos anulares. Aquello iba apretándose, haciéndose duro y compacto, adquiriendo un maravilloso equilibrio de proporciones. —No se me ha olvidado, no. ¡Vive Dios, que está saliéndome como nunca (pasó con precaución la punta de la lengua sobre el borde engomado y añadió con voz sofocada, en un cálido susurro, al tiempo que contemplaba extasiado la obra concluida), como nunca, vive Dios, como en mi vida!... Sostenía el insignificante cilindro en la palma de la mano y su tono blanco resaltaba sobre la epidermis oscura del hombre. Lo contemplaba con sonrisa de vencedor, como un enconado criminal a la presunta víctima en los segundos anteriores a la consumación del crimen. Momentos después se incorporó de súbito y fue a sentarse en el sillón de enfrente, de blandos y profusos muelles. —Así —dijo, y repitió—: Así, cómodamente, que no merme mi placer el menor asomo de molestia física. Raspó un fósforo. (Sentía ya el breve volumen del pitillo entre los labios, el picorcillo de una mota de tabaco, exhalando su exigua carga de nicotina sobre la lengua.) Al aproximar la mano con el fósforo encendido, notó que todo él temblaba, que aquella dicha que casi percibía ya sobre sí era inmerecida para él, miserable pecador; para él y para todos los humanos. La punta de la llama mordisqueaba el extremo del papel que se retorcía transformándose inmediatamente en una pavesa despreciable y gris, como una pizca de caspa. El fuego lamía los primeros corpúsculos de tabaco y el aire se saturaba de un aroma intenso y penetrante. Se le detenía la respiración a Gerardo, se le paralizaban los músculos bucales impidiéndole la succión. Sujetaba el pitillo con los labios con una avidez descompuesta, como un niño hambriento se aferra a la tetilla del biberón. De repente se sintió a sí mismo fuerte y poderoso, disponiendo de una cabal autonomía. Fue entonces cuando inspiró con todas sus energías, con todo su poder físico, notándose morir, desaparecer, bajo la influencia de aquellos efluvios punzantes que se le adherían a las paredes esponjosas de los pulmones, impregnándolas, colmándolas, filtrándose por todos los resquicios, invadiendo su estructura porosa hasta los más recónditos pliegues. Arrojó el fósforo al suelo mecánicamente y recostó la cabeza sobre el respaldo del sillón. Retuvo la bocanada con fruición viciosa y sensual. (Deseaba notar aquella extraña y deliciosa quemazón en todos los extremos de su cuerpo, desde la punta los cabellos hasta la planta de los pies; ansiaba rendirse a la invasión plena de aquel humo azulado, denso y picante que le arrebataba por completo de su monotonía cotidiana.)    
     Se estremeció al oír abrir una puerta allá lejos, en el extremo más distante del pasillo. —¡Oh, Dios, Dios, que no entren ahora! —susurró. Y sus palabras parecían dilatarse en el aire al compás de la humareda que las circundaba. Eran sus palabras, y no el humo, que tomaban forma en el espacio y se diluían luego, ascendiendo lenta, muy lentamente, hacia el techo...

Miguel Delibes, El primer pitillo (fragmento)

martes, 14 de mayo de 2013

Gomería al paso - Acrílico sobre bastidor (80x100)




     Dijo San Agustín: “lo que más interesa no es lo que se sufre, sino cómo lo sufre cada uno”. De los filósofos, más que de los hombres comunes, esperamos un sufrimiento distinto; sufrir con la calma e intensidad justas y alcanzar lo sublime por esa vía, es esto lo que se exige de los filósofos.
     Pero de ideas el mundo se llenó rápidamente; mientras que de santos no. Su aparición es más bien lenta: como piedra preciosa.
     De Zenón ya se conocían sus ideas: era el Negador de las Cosas Evidentes. Decía y repetía: el espacio no existe, el tiempo no existe, el movimiento no existe. El mundo entero tenía para Zenón el mismo sonido: si nuestros oídos son incapaces de escuchar la unidad no culpemos al Músico, al Gran Músico, no lo juzguemos inexistente, culpemos, sí, a los oídos, la degradación terrestre de los órganos que nos fueron ofrecidos.
     El problema fue entonces uno: negar la realidad es negar también las jerarquías. Es negar al esclavo y negar también al rey. Si, con este raciocinio, el primero puede entusiasmarse, el segundo, ése, puede no perdonar. Así fue: el tirano lo oyó y no le gustó….

 … Del soberano chino Xuan Zong se cuenta que, admirador profundo del poeta Li Bai, le pagaba las deudas en la taberna, le aderezaba la comida, y llegaba incluso a limpiarle la boca con su propia servilleta real.
     Muchas otras veces en la Historia el poder se arrodilló frente a la filosofía y el arte. Unas por sincera devoción a lo Bello, otras por miedo: los poetas y filósofos tienen conexiones secretas con los dioses y algunos demonios - así se decía y se dice todavía, entre los incapaces de la construcción de palabras o ideas.
     En el tirano de que se habla todas las causas eran esclavas de una: el miedo.
Durante dos años endulzó a Zenón: le ofreció comodidades; días con promesa de oro por debajo. Le pedía, sutilmente: -Abandona las ideas que ponen en causa a la realidad. Mira hacia mi trono; soy el soberano. Soy el que manda quien manda en la realidad.
     Suficiente filósofo para oír sólo lo justo, Zenón prosiguió, con su método, mostrando la inexistencia de la materia y lo ridículo de lo alto.
                                                                                 Gonçalo Tavares, historias falsas (fragmento)

miércoles, 8 de mayo de 2013

Pa´ camino Me... - Acrílico sobre bastidor (80x100)

    

      La ciudad de Sofronia se compone dedos medias ciudades. En una está la gran montaña 
rusa de ríspidas gibas, el carrusel con el estrellón de cadenas, la rueda de las jaulas 
giratorias, el pozo de la muerte con los motociclistas cabeza abajo, la cúpula del circo con el 
racimo de trapecios colgando en el centro. La otra media ciudad es de piedra y mármol y 
cemento, con el banco, las fábricas, los palacios, el matadero, la escuela y todo lo demás. 
Una de las medias ciudades está fija, la otra es provisional y cuando su tiempo de estadía ha 
terminado, la desclavan, la desmontan y se la llevan para trasplantarla en los terrenos baldíos 
de otra media ciudad.
     Así todos los años llega el día en que los peones desprenden los frontones de mármol, 
desarman los muros de piedra, los pilones de cemento, desmontan el ministerio, el 
monumento, los muelles, la refinería de petróleo, el hospital, los cargan en remolques para 
seguir de plaza en plaza el itinerario de cada año. Ahí se queda la media Sofronia de los tiros 
al blanco y de los carruseles, con el grito suspendido de la navecilla de la montaña rusa 
invertida, y comienza a contar cuántos meses, cuántos días tendrá que esperar antes de que 
vuelva la caravana y la vida entera recomience.
Italo Calvino, las ciudades invisibles (fragmento)

lunes, 29 de abril de 2013

Paisaje IX - Óleo sobre bastidor (80x100)



    Para nuestro primer no-hacer, Silvio Manuel construyó una enorme caja de madera donde cabíamos la Gorda y yo, si nos sentábamos espalda contra espalda con las rodillas hacia arriba. La caja tenía una tapa de enrejado para permitir la ventilación. La Gorda y yo teníamos que entrar en ella y sen¬tarnos en total oscuridad y silencio, sin quedarnos dormidos. Silvio Manuel empezó dejándonos entrar en la caja por breves periodos; después los aumentó, conforme nos acostumbrába¬mos al procedimiento, hasta que pudimos pasar la noche entera dentro de ella sin movernos ni dormitar.
    La mujer nagual se quedaba con nosotros para asegurarse de que no cambiásemos de niveles de conciencia a causa de la fatiga. Silvio Manuel decía que la tendencia natural, bajo condiciones de esfuerzo y tensión desacostumbrados, es cambiar del estado de conciencia acrecentada al normal, y viceversa.
    El efecto general de este no-hacer, cada vez que lo llevába¬mos a cabo, era una sensación inigualable de tranquilidad, de descanso, lo cual era un completo enigma para mí, ya que jamás nos quedamos dormidos durante esas vigilias de toda la noche. Atribuí esa sensación de tranquilidad al hecho de que nos hallábamos en un estado de conciencia acrecenta¬da, pero Silvio Manuel dijo que una cosa nada tenía que ver con la otra, y que la sensación de descanso se debía a que nos sentábamos con las rodillas arriba.
    En el segundo no-hacer, Silvio Manuel nos hacía tender en el suelo en nuestro lado izquierdo, como perros hechos ovillo, casi en una posición fetal, con las frentes sobre los brazos doblados. Silvio Manuel insistió en que conserváramos los ojos cerrados lo más que pudiéramos, abriéndolos tan sólo cuando nos indicaba que cambiáramos de posición y que nos tendiéramos en el lado derecho. Nos explicó que el propósito de este no-hacer era separar a nuestro, sentido del oído del de la vista. Como antes, Silvio Manuel gradualmente in¬crementó la duración de las sesiones hasta que pudimos pasar toda la noche en una vigilia auditiva. Silvio Manuel nos dijo que estábamos para entonces listos para entrar a otra área de actividad. Nos explicó que en los dos primeros no-haceres habíamos roto cierta barrera perceptual mientras estábamos pegados al suelo. A manera de analogía, comparaba a los seres humanos con árboles. Somos árboles móviles. De alguna manera nos hallamos arraigados a la tierra; nuestras raíces son transportables, pero eso no nos libera del suelo. Dijo que para establecer el equilibrio teníamos que llevar a cabo el tercer no-hacer suspendidos en el aire. Si lográbamos canalizar nues¬tro intento mientras permanecíamos colgados de un árbol dentro de un arnés de cuero, podríamos hacer un triángulo con nuestro intento; la base de este triángulo se hallaba en el suelo y el vértice en el aire. Silvio Manuel creía que con los dos primeros no-haceres habíamos almacenado nuestra aten¬ción a tal punto, que podríamos ejecutar el tercero perfec¬tamente desde el comienzo.
    Una noche, Silvio Manuel nos puso a la Gorda y a mí en dos arneses separados que eran como sillas de correas; nos sentamos en ellos y él nos suspendió con una polea hasta la rama más alta y gruesa de un árbol muy grande. Quería que prestáramos atención a la conciencia del árbol, que, según él, nos daría señales, ya que éramos sus huéspedes. Hizo que la mujer nagual se quedara en el suelo y nos llamara en voz alta, una y otra vez, durante toda la noche.
    Mientras nos hallábamos suspendidos del árbol, en las innu¬merables veces en que llevamos a cabo este no-hacer, experi¬mentábamos un glorioso diluvio de sensaciones físicas, como tibias cargas de impulsos eléctricos. Durante los tres primeros de los cuatro intentos que realizamos, era como si el árbol protestara por nuestra intrusión; después de eso, los impulsos se convirtieron en señales de paz y equilibrio. Silvio Manuel nos dijo que la conciencia de un árbol atrae su alimento de las profundidades de la tierra, en tanto que la conciencia de las criaturas móviles la atrae de la superficie. No hay sensación de contienda o rivalidad en un árbol, mientras que en los se¬res móviles esa sensación los llena por completo.
    Silvio Manuel planteaba que la percepción sufre una pro¬funda sacudida cuando nos colocamos en estados de quietud en la oscuridad. Nuestros oídos toman entonces la delantera y pueden percibirse las señales de todas las entidades vivientes y existentes en torno a nosotros: no sólo con los oídos, sino con una combinación de los sentidos auditivo y visual, en ese orden. Decía que en la oscuridad, especialmente mientras uno se halla suspendido, los ojos se vuelven subsidiarios de los oídos.
    La Gorda y yo descubrimos que Silvio Manuel tenía abso¬luta razón. A través del tercer no-hacer, Silvio Manuel dio una nueva dimensión a nuestra percepción del mundo que nos rodea.


Carlos Castaneda, El don del águila (fragmento)

martes, 26 de marzo de 2013

Esquina a 180º - Óleo sobre bastidor (30x120) (VENDIDA)





   Circularon despacio, pasaron bajo farolas espaciadas y por esquinas estrechas, mientras la señora Maurier hablaba constantemente de su alma, de la del señor Talliaferro y de la de Gordon. La sobrina iba sentada en silencio. El señor Talliaferro era consciente de su olor limpio y joven, como el de los árboles jóvenes; y cuando pasaban bajo las farolas podía ver su forma esbelta, la revelación impersonal de sus piernas y sus rodillas desnudas y asexuadas. El señor Talliaferro se deleitaba, agarraba su botella de leche y deseaba que el paseo no terminase. Pero el coche volvió junto a la acera, y debía bajarse, por mucho que le pesara.
   -Entraré y lo traeré –sugirió con tacto premonitorio.
   -No, no, subimos todos –objetó la señora Maurier-. Quiero que Patricia vea cómo es el genio en casa.
   -Vaya, tía, ya he visto esos antros –dijo la sobrina-. Están por todas partes –dobló su cuerpo sin esfuerzo, rascándose las rodillas con sus manos morenas.
   -Es muy interesante ver cómo viven, querida. Te encantará –el señor Talliaferro protestó de nuevo, pero la señora Maurier se impuso con meras palabras. Así que, a su pesar, encendió cerillas para ellas y las llevó por las escaleras tortuosas y oscuras, mientras sus tres sombras los imitaban, subiendo y cayendo monstruosamente sobre la pared antigua. Mucho antes de que llegaran al último piso, la señora Maurier jadeaba y resoplaba: el señor Talliaferro sintió una pueril alegría vengativa al oír su respiración trabajosa.      Pero era un caballero y apartó esa sensación, reprendiéndose a sí mismo. Llamó a una puerta, le dijeron que entrara, abrió.
   -¿Ha vuelto? –Gordon se sentó en su única silla, mientras masticaba un sándwich, con un libro entre las manos. La bombilla desnuda refulgía salvajemente sobre su camiseta interior.
   -Tiene visita –el señor Talliaferro ofreció su tardía advertencia, pero el otro ya había visto tras su hombro el rostro interesado de la señora Maurier. Se levantó y maldijo al señor Talliaferro, que había empezado de inmediato su infeliz explicación-. La señora Maurier insistió en venir…
   La señora Maurier lo derrotó de nuevo.
   -¿Señor Gordon? –irrumpió en la habitación, con su cara de feliz asombro como un plato redondo apoyado sobre un borde-. ¿Cómo está? ¿Podrá alguna vez perdonarme por importunarle así? –continuó, con sus cursivas demasiado afectuosas-. Acabamos de encontrarnos con el señor Talliaferro en la calle, llevaba su leche y hemos decidido enfrentarnos al león en su jaula. ¿Cómo está? –le puso encima su mano efusiva, miró atentamente a su alrededor con alegre curiosidad-. Así que aquí es donde trabaja el genio. Es precioso. Muy… muy original. Y eso… -indicó una esquina tras un biombo de harapienta tela ribeteada- es su dormitorio, ¿verdad? ¡Qué agradable! Ay, señor Gordon, cómo envidio su libertad. Y una vista. También tiene una vista, ¿verdad? –le cogió de la mano y miró extasiada a una ventana alta e inútil, que enmarcaba dos cansadas estrellas de cuarta magnitud...


William Faulkner, Los mosquitos (fragmento)

miércoles, 20 de marzo de 2013

Boulevard de Río Cuarto (2013) - Óleo sobre bastidor 60X70 (ADQUIRIDA)




    Se cerró el sol, se cerró el sentido del sol, se iluminó el sentido de cerrarse.

   Llega un día en que la poesía se hace sin lenguaje, día en que se convocan los grandes y pequeños deseos diseminados en los versos, reunidos de súbito en dos ojos, los mismos que tanto alababa en la frenética ausencia de la página en blanco.

   Enamorada de las palabras que crean noches pequeñas en lo increado del día y su vacío feroz.

Alejamdra Pizarnik, Pequeños poemas en prosa

martes, 19 de marzo de 2013

Calle de Totoral - Óleo sobre bastidor 50X70 (ADQUIRIDA)



    Un trozo de andén de la estación de Témperley estaba débilmente iluminado por la luz que salía de una puerta de la oficina de los telegrafistas. Erdosain sentóse en un banco junto a las palancas para los cambios de vías, en la oscuridad. Tenía frío y tal vez fiebre. Además experimentaba la impresión de que la idea criminosa era una continuidad de su cuerpo, como el hombre de tiniebla que pudiera arrojar en la luz. Un disco rojo brillaba al extremo del brazo invisible del semáforo; más allá otros círculos rojos y verdes estaban clavados en la oscuridad, y la curva del riel galvanoplastiado de esas luces sumergía en las tinieblas su redondez azulenca o carminosa. A veces la luz roja o verde descendía. Luego todo permanecía quieto, dejando de rechinar las cadenas en las roldanas y cesando el roce de los alambres en las piedras.     Quedóse amodorrado.
    -¿Qué hago yo aquí? ¿Por qué me quedo aquí? ¿Es cierto que quiero matarlo? ¿O es que quiero tener la voluntad de sentir el deseo de matarlo? ¿Es necesario eso? Ahora ella estará revolcándose con él. Pero, ¿qué me importa a mí? Antes, cuando la sabia sola en casa, mientras yo estaba en el café, sufría por ella, sufría porque era desdichada a mi lado... ahora... claro... ya se habrán dormido, ella con la cabeza sobre el pecho de él. ¡Nombre de Dios! ¿Y ésta es la vida? ¡Estar perdidos, siempre perdidos! ¿Pero yo seré realmente el que soy? ¿O seré otro? ¡La extrañeza! ¡Vivir con extrañeza! Esto es lo que me pasa. Igual que a él. Cuando está lejos me lo imagino tal cual es, canalla, desdichado. Casi me rompe la nariz. ¡Pero qué formidable! ¡Resulta ahora al final de cuentas que el cornudo y apaleado es él y no yo! ¡Yo!... ¡Realmente, la vida es una bufonada! Y sin embargo, hay algo serio. ¿Por qué me repugna cuando está cerca?
     Unas sombras se mecían ante la vidriera amarilla de los telegrafistas.
-¿Matarlo o no matarlo? ¿Qué me importa esto a mí? ¿Me importa matarlo? Seamos sinceros. ¿Me importa matarlo? ¿O es que no me importa nada? ¿Que me da igual que viva? Y sin embargo quiero tener voluntad de matarlo. Si ahora viniera un dios y me preguntara: ¿Quieres tener fuerzas para destruir a la humanidad? ¿Yo la destruiría? ¿La destruiría yo? No, no la destruiría. Porque el poder hacerlo le quitaría interés al asunto. Además, ¿qué iba a hacer yo solo en la tierra? ¿Mirar cómo se oxidaban las dinamos en los talleres y cómo se desmoronaban los esqueletos que estaban a caballo encima de las calderas? Cierto es que él me ha abofeteado, pero, ¿me importa eso? ¡Qué lista! ¡Qué colección! El capitán, Elsa, Barsut, el Hombre de Cabeza de Jabalí, el Astrólogo, el Rufián, Ergueta. ¡Qué lista! ¿De dónde habrán salido tantos monstruos? Yo mismo estoy descentrado, no soy el que soy, y. sin embargo, algo necesito hacer para tener conciencia de mi existencia, para afirmarla. Eso mismo, para afirmarla. Porque yo soy como un muerto. No existo ni para el capitán, ni para Elsa, ni para Barsut. Ellos si quieren pueden hacerme meter preso, Barsut abofetearme otra vez, Elsa irse con otro en mis barbas, el capitán llevársela nuevamente. Para todos soy la negación de la vida. Soy algo así como el no ser un hombre no es como acción, luego no existe. ¿O existe a pesar de no ser? Es y no es. Ahí están esos hombres. Seguramente tienen mujer, hijos, casa. Quizá son unos miserables. Pero si alguien tratara de invadir su casa, de arrebatarles un centavo o de tocarles la mujer, se volverían como fieras. ¿Y yo por qué no me he rebelado? ¿Quién puede contestarme a esta pregunta? Yo mismo no puedo. Sé que existo así, como negación. Y cuando me digo todas estas cosas no estoy triste, sino que el alma se me queda en silencio, la cabeza en vacío. Entonces, después de ese silencio y vacío me sube desde el corazón la curiosidad del asesinato. Eso mismo. No estoy loco, ya que sé pensar, razonar. Me sube la curiosidad del asesinato, curiosidad que debe ser mi última tristeza, la tristeza de la curiosidad. O el demonio de la curiosidad. Ver cómo soy a través de un crimen. Eso, eso mismo. Ver cómo se comporta mi conciencia y mi sensibilidad en la acción de un crimen.
    -Sin embargo, estas palabras no me dan la sensación del crimen del mismo modo que el telegrama de una catástrofe en China no me da la sensación de la catástrofe. Es como si yo no fuera el que piensa el asesinato, sino otro. Otro que sería como yo un hombre liso, una sombra de hombre, a la manera del cinematógrafo. Tiene relieve, se mueve, parece que existe, que sufre, y, sin embargo. no es nada más que una sombra. Le falta vida. Que diga Dios si esto no está bien razonado. Bueno: ¿qué es lo que haría el hombre sombra? El hombre sombra percibiría el hecho, pero no sentiría su pesantez, porque le faltaba volumen para contener un peso. Es sombra. Yo también veo el suceso, pero no lo contengo. Ésta debe ser una teoría nueva. ¿Qué diría un Juez del Crimen de conocerla? ¿Se daría cuenta de lo sincero que soy? ¿Mas cree esa gente en la sinceridad? Fuera de mí, de los límites de mi cuerpo, existe el movimiento, pero para ellos la vida mía debe ser tan inconcebible como vivir al mismo tiempo en la Tierra y en la Luna. Yo soy la nada para todos. Y sin embargo, si mañana tiro una bomba, o asesino a Barsut, me convierto en el todo, en el hombre que existe, el hombre para quien infinitas generaciones de jurisconsultos prepararon castigos, cárceles y teorías. Yo, que soy la nada, de pronto pondré en movimiento ese terrible mecanismo de polizontes, secretarios, periodistas, abogados, fiscales, guardacárceles, coches celulares, y nadie verá en mí un desdichado sino el hombre antisocial, el enemigo que hay que separar de la sociedad. ¡Eso sí que es curioso! Y sin embargo, sólo el crimen puede afirmar mi existencia, como sólo el mal afirma la presencia del hombre sobre la tierra. Y yo sería el Erdosain, previsto, temido, caracterizado por el código, y entre los miles de Erdosain anónimos que infectan el mundo, sería el otro Erdosain, el auténtico, el que es y será. Realmente, es curioso todo esto. Sin embargo, a pesar de todo existen las tinieblas y el alma del hombre es triste. Infinitamente triste. Mas la vida no puede ser así. Un sentimiento interno me dice que la vida no debe ser así. Si yo descubriera la particularidad de por qué la vida no puede ser así, me pincharía, y como un globo me desinflaría de todo este viento de mentira y quedaría de mí apariencia actual un hombre flamante, fuerte como uno de los primeros dioses que anima-ron la creación. Con todo esto me he ido a las ramas. ¿Lo veo o no al Astrólogo? ¿Qué dirá cuando me vea llegar otra vez? Quizá me espere .Él es, como yo, un misterio para sí mismo. Ésa es la verdad. Sabe tanto hacia dónde va como yo. La sociedad secreta. Toda la sociedad se resume en él en estas palabras: sociedad secreta. Otro demonio. ¿Qué colección! Barsut, Ergueta, el Rufián y yo... Ni expresamente se podía reunir tales ejemplares. Y para colmo, la ciega embarazada. ¡Qué bestia!
    El vigilante de la estación pasó por segunda vez ante Erdosain. Remo comprendió que llamaba la atención del hombre y entonces, levantándose, se dirigió hacia la casa del Astrólogo. No había luna. Los arcos voltaicos lucían entre las aéreas enramadas de las bocacalles. De alguna quinta salían los sones de un piano y a medida que caminaba, su corazón se empequeñecía más, oprimido por la angustia que le producía el espectáculo de la felicidad que adivinaba tras de los muros de aquellas casas refrescadas por las sombras, y frente a cuyas puertas cocheras se hallaba detenido un automóvil. 


Roberto Arlt, los siete locos (fragmento)

miércoles, 6 de febrero de 2013

citraca - Óleo sobre bastidor 70x25 (VENDIDA)



     Habrá infinitos mundos idénticos, infinitos mundos ligeramente variados, infinitos mundos diferentes. Lo que ahora escribo en este calabozo del fuerte del Toro, lo he escrito y lo escribiré durante la eternidad, en una mesa, en un papel, en un calabozo, enteramente parecidos. En infinitos mundos mi situación será la misma, pero tal vez la causa de mi encierro gradualmente pierda su nobleza, hasta ser sórdida, y quizá mis líneas tengan, en otros mundos, la innegable superioridad de un adjetivo feliz. 

Bioy Casares, la trama celeste (fragmento)



lunes, 28 de enero de 2013

San Marcos II - Óleo sobre bastidor 80x100



...hasta la Calle Cincuenta aparece incluido todo lo que Santo Tomás de Aquino olvidó incluir en su magna obra, es decir, entre otras cosas, bocadillos de hamburguesa, botones de cuello, perros de lanas, máquinas tragaperras, bombines grises, cintas de máquina de escribir, pirulíes, retretes grasientos, paños higiénicos, pastillas de menta, bolas de billar, cebollas picadas, servilletas arrugadas, bocas de alcantarilla, goma de mascar, sidecares y caramelos ácidos, celofán, neumáticos de cuerdas, magnetos, linimento para caballo, pastillas para la tos, pastillas de menta, y esa opacidad felina de eunuco histéricamente dotado que se dirige al despacho de refrescos con un fusil de cañones recortados entre las piernas. La atmósfera de antes de comer, la mezcla de pachulí, pecblenda caliente, electricidad helada,  sudor azucarado y orina pulverizada te provoca una fiebre de expectación delirante. Cristo no volverá a bajar nunca más a la tierra ni habrá legislador alguno, ni cesará el asesinato ni el robo ni la revolución y, sin embargo... y, sin embargo, uno espera algo, algo  terroríficamente maravilloso y absurdo, quizás una langosta fría con mayonesa servida gratis, quizás una invención, como la luz eléctrica, como la televisión, sólo que más devastadora, más desgarradora, una invención impensable que produzca una calma y un vacío demoledores, no la calma y el vacío de la muerte sino de una vida como la que soñaron los monjes, como la que sueñan todavía en el Himalaya, en Polinesia, en la Isla de Pascua, el sueño de Hombres anteriores al diluvio, antes de que se escribiera la palabra, el sueño de hombres de las cavernas y antropófagos, de los que tienen doble sexo y colas cortas, de aquellos de quienes se dice que están locos y no tienen modo de defenderse porque los que no están
locos los sobrepasan en número. Energía fría atrapada por brutos astutos y después liberada como cohetes explosivos, ruedas intrincadamente engranadas para causar la lusión de fuerza y velocidad, unas para producir luz, otras energía, otras movimiento, palabras telegrafiadas por maníacos y montadas como dientes postizos, perfectos  repulsivos como leprosos,movimiento congraciador, suave, escurridizo, absurdo, vertical, horizontal, circular, entre paredes y a través de paredes, por placer, por cambalache, por delito; por el sexo; todo luz, movimiento, poder concebido impersonalmente, generado, y distribuido a lo largo de una raja asfixiada semejante a un coño y destinada a deslumbrar y espantar al salvaje, al patán, al extranjero, pero nadie deslumbrado ni espantado, éste hambriento, aquél lascivo, todos uno y el mismo  y no diferentes del salvaje, del patán, del extranjero, salvo en insignificancias, un batiburrillo, las burbujas del pensamiento, el serrín de la mente. En la misma raja coñiforme, atrapados pero no deslumbrados, millones han caminado antes de mí, entre ellos uno, Blaise Cendrars, que después voló a la luna y de ella a la tierra de nuevo y Orinoco arriba personificando a un hombre alocado pero en realidad sano como un botón, si bien ya no vulnerable, ya no mortal, la masa magnífica de un poema dedicado al archipiélago del insomnio. De los que padecían esa fiebre pocos salieron del cascarón, entre ellos yo mismo todavía sin salir de él, pero permeable y maculado, conocedor con ferocidad tranquila del tedio de la deriva y el movimiento incesantes. Antes de cenar el golpear y el tintinear de la luz del cielo que se filtra suavemente por la cúpula de gris osamenta, los hemisferios errantes cubiertos de esporas con núcleos de huevos azules coagulándose, en un cesto langostas, en el otro la germinación de un mundo antisépticamente personal y absoluto. De las bocas de las alcantarillas, cenicientas por la vida subterránea, hombres del mundo futuro saturados de mierda, la electricidad helada mordiéndo los como ratas, el día que se acaba y la oscuridad que se acerca como las frías y refrescantes sombras de las alcantarillas. Como un nabo blando que se sale deslizándose de un coño recalentado, yo, el que todavía no ha salido del cascarón, haciendo algunas contorsiones abortivas, pero o bien todavía no lo bastante muerto y blando o bien libre de esperma y patinando ad astra, pues todavía no es hora de cenar y un frenesí peristáltico se apodera del intestino grueso, de la región hipogástrica, del lóbulo umbilical pospineal. Las langostas, cocidas vivas, nadan en hielo, sin dar ni pedir cuartel,
simplemente inmóviles e inmotivadas en el tedio acuoso y helado de la muerte, mientras la vida flota a la deriva por el escaparate rebozado en desolación, un escorbuto lastimoso devorado por la tomaína, mientras el gélido vidrio de la ventana corta como una navaja, limpiamente y sin dejar residuos.
     La vida que pasa a la deriva por el escaparate... también yo soy parte de la vida, como la langosta, el anillo de catorce quilates, pero hay un hecho muy difícil de probar, y es el de que la vida es una mercancía con una carta de porte pegada a ella, pues lo que escojo para comer es más importante que yo, el que come, ya que el uno se come al otro y, en consecuencia, comer, el verbo, rey del gallinero. En el acto de comer el huésped se ve perturbado y la justicia derrotada temporalmente. El plato y lo que hay en él, mediante el poder depredador del aparato intestinal, exige atención y unifica el espíritu, primero hipnotizándolo, después masticándolo, luego absorbiéndolo. La parte espiritual del ser pasa como espuma, no deja testimonio ni rastro alguno de su paso, se esfuma, se esfuma más completamente que un punto en el espacio después de una disertación matemática. La fiebre, que puede volver mañana, guarda la misma relación con la vida que la que guarda el mercurio en un termómetro con el calor. La fiebre no convertirá la vida en calor, por lo que consagra las albóndigas y los espaguetis. Masticar mientras otros miles mastican, cuando cada mascada es un asesinato, proporciona el necesario molde social desde el que te asomas a la ventana y ves que hasta se puede hacer una escabechina con la especie humana, o que se la puede mutilar o matar de hambre o torturar porque, mientras se mastica, la simple ventaja de estar sentado en una silla con la ropa puesta, limpiándote la boca con una servilleta, te permite comprender lo que los más sabios de los sabios nunca han sido capaces de comprender, a saber, que no hay otra forma de vida posible, pues con frecuencia dichos sabios no se dignan usar silla, ropa ni servilleta. Así, los hombres que corren cada día a horas regulares por una raja...

Henry Miller, Trópico de Capricornio (fragmento)

domingo, 20 de enero de 2013

San Marcos I - Óleo sobre bastidor 80x100





     La luz fue concentrándose sobre sí misma con delicadeza y por un instante pintó de rojo sangre los rostros, las ruedas de los carromatos y los bueyes. Luego llegó la noche, y cambió el tacto del aire, y cayó una bruma baja, uniforme, como un velo azul, sobre el rostro del país, e intensificó, dándole nitidez, el olor a humo de leña y a reses, y el delicioso aroma de las tortas de trigo cocinadas al calor de las brasas.

 Rudyard Kipling, Kim (fragmento)

lunes, 7 de enero de 2013

Trabajo a pedido - Acrílico sobre lienzo (90x80) (VENDIDA)





    Para hablar como simple ciudadano y no como esos que niegan todo gobierno, no pediré que se anule en seguida toda forma de gobierno, sino que se nos dé en seguida un gobierno mejor. Que cada hombre haga saber qué clase de Gobierno gozaría de su respeto, y ése será el primer paso para conseguirlo.
     Después de todo, la razón práctica de por qué, cuando el poder se encuentra en manos del pueblo, se permite que gobierne una mayoría y que continúe haciéndolo así durante un largo período de tiempo, no responde al hecho de que sean más susceptibles de verse en posesión de la verdad ni al de que tal se antoje como más propio a la minoría, sino a que son físicamente los más fuertes. Pero un gobierno tal, que la mayoría juzgue en todos los casos, no puede basarse en la justicia, incluso tal como la entienden los hombres. ¿No podrá haber un gobierno en que no sea la mayoría la que decida entre lo justo y lo injusto, sino la conciencia? ¿Donde la mayoría falle sólo aquellas cuestiones a las que es aplicable un criterio utilitario? ¿Debe rendir el ciudadano su conciencia, siquiera por un momento, o en el grado más mínimo, al legislador? ¿Por qué posee, pues, cada hombre una conciencia? Estimo que debiéramos ser hombres primero y súbditos luego. No es deseable cultivar por la ley un respeto igual al que se acuerda a lo justo. La única obligación que tengo derecho a asumir es la de hacer en todo momento lo que considero justo. Se dice con verdad que una sociedad mercantil no tiene conciencia; pero una sociedad de hombres concienzudos es una sociedad con una conciencia. La ley jamás hizo a los hombres un ápice más justos; y, en razón de su respeto por ellos, incluso los mejor dispuestos se convierten a diario en agentes de la injusticia. Resultado común y natural de un respeto indebido por la ley es que uno pueda ver, por ejemplo, una columna militar: coronel, capitán, cabo, soldados rasos, artificieros, etc., marchando en admirable orden colina arriba, colina abajo y valle en dirección al frente. ¡En contra de su voluntad! ¡Sí! Contra su sentido común y su conciencia, lo que hace del marchar tarea ardua, en verdad, y causa de sobresalto cardíaco. A ninguno de ellos cabe la menor duda de que el asunto que les ocupa es ciertamente condenable; su inclinación auténtica se orienta hacia el hacer pacífico. Y bien: ¿Cómo los describiríamos? ¿Son acaso personas? ¿Pequeños objetos, parapetos, pertrechos movibles a voluntad, al servicio de alguien sin escrúpulos que detenta el poder? Visitad un establecimiento naval y contemplad al marino, es decir, a lo que puede hacer de un hombre el gobierno americano o alguien provisto de malas artes ... una simple sombra, un vestigio de humanidad, un ser vivo y de pie, pero enterrado ya, podría decirse, bajo salvas y demás ceremonias.
     La gran masa de los hombres sirve al Estado, no como hombres primordialmente sino como máquinas; con su cuerpo. Son ejército permanente y milicia establecida, carceleros y guardias. En la mayoría de casos no existe ejercicio alguno libre, sea del propio juicio o del sentido moral, sino relegamiento al nivel del leño, de la tierra o de las piedras;...

Henry Thoureau, Desobediencia civil (fragmento)