Comentarios:

Déjese llevar por el primer impulso y que unas simples palabras, las primeras que tenga en la punta de la lengua, fluyan, converjan, se entremezclen y escriba, escriba lo que se le ocurra, al instante, o en algún rincón de su tiempo(si es que quiere pensar lo que va a comentar)
¡Muchas Gracias!

Pablo.-

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PABLO M. PREZ


lunes, 3 de diciembre de 2012

s/t - Mixto sobre bastidor 50x70 (ADQUIRIDO)





     Ya puedes ir soplando, ya puedes ir echándome a la cara tu humo de cigarro de cuatro marcas y dejar otro billete violeta. A Jochen no se le compra. No es para ti ni por tres mil; no he apreciado a mucha gente en mi vida, pero a ese muchacho le aprecio. Has tenido mala suerte, amigo de aspecto importante, de mano avezada a firmar, llegaste un minuto y medio tarde. Deberías adivinar que eso de los billetes de banco es lo menos adecuado para tratar conmigo. Tengo incluso un contrato en el bolsillo, firmado ante notario, que acredita que tengo el derecho de ocupar, mientras viva, mi habitacioncita en el tejado, que puedo criar mis palomas; puedo escoger lo que más me guste para desayunar y comer y me dan además ciento cincuenta marcos al mes, limpios, tres veces más de lo que necesito para fumar; tengo amigos en Copenhague, en París, Varsovia y Roma… y si tú supieras cómo se ayudan entre sí los criadores de palomas mensajeras…, pero tú no sabes nada, sólo crees saber que con dinero se puede alcanzar todo; esta clase de enseñanzas os las dais vosotros mismos. Y claro, hay conserjes de hotel que hacen cualquier cosa por dinero, venden a su propia abuela por un billete violeta de cincuenta marcos. Sólo hay una cosa que no puedo hacer, amigo mío, mi libertad tiene una sola excepción : mientras estoy de servicio de portería aquí abajo, no puedo fumar mi pipa, y esta excepción la lamento por primera vez hoy, porque si la tuviera, enfrentaría mi picadura negra con tu Partagás Eminentes. Hablando claro: puedes lamerme el culo doscientas mil veces si quieres pero no esperes que te venda a Fahmel. Éste jugará en paz al billar desde las nueve y media hasta las once, aunque yo sabría darle una ocupación mejor: por ejemplo, estar sentado en el ministerio en tu lugar. O hacer lo que hacía de joven: poner bombas, para calentar los fondillos de los pantalones a los cochinos como tú. Pero descuida, si quiere jugar al billar desde las nueve y media hasta las once, que lo haga, para eso estoy yo aquí, para cuidar que nadie le estorbe. Y ahora puedes guardarte los billetes en el bolsillo y dejar limpia la mesa, y si vuelves a añadir uno solo, no respondo de lo que puede pasar. Me he tragado toneladas de faltas de tacto, he soportado con paciencia un sinfín de actos de mal gusto, he inscrito adúlteros y maricas aquí en mi lista, he cerrado el paso a esposas furiosas y a maridos cornudos… y no creas que no me haya costado lo mío aprenderlo. Yo fui siempre un muchacho decente, era monaguillo como lo eras tú seguramente también y cantaba las canciones del padre Kolping y de San Aloisio, en el coro; cuando tenía veinte años ya hacía seis que trabajaba en esta casa. Y si todavía no he perdido la fe en la humanidad, se lo debo a un par de personas como el joven Fahmel y su madre. ¡Quita de ahí tu dinero, sácate el cigarro de la boca, inclínate ante un viejo como yo que ha visto más vicios de los que tú puedas soñar en tu vida, hazte abrir la puerta por el botones de allí atrás y desaparece.

Heinrich Böll, Billar a las nueve y media (fragmento)

domingo, 2 de diciembre de 2012

Calles Dean Funes - Óleo sobre bastidor 80x100 (VENDIDA)



     Las naturalezas de tu tipo, los que tienen sentidos fuertes y finos, los iluminados, los soñadores, poetas, amantes, son, casi siempre, superiores a nosotros, los hombres de cabeza. Vuestra raíz es maternal. Vivís de modo pleno, poseéis la fuerza del amor y de la intuición. Nosotros, los hombres de intelecto, aunque a menudo perecemos conduciros y regiros, no vivimos plenamente sino de modo seco y descarnado. Es vuestra la plenitud de la vida, el jugo de los frutos, el jardín del amor, la maravillosa región del arte. Vuestra patria es la tierra y la nuestra la idea. El peligro que os acecha es el de ahogaros en el mundo sensual; a nosotros nos amenaza el de asfixiarnos en un recinto sin aire. Tú eres artista y yo pensador. Tú duermes en el regazo de la madre y yo velo en el desierto. Para mí brilla el sol y para ti la luna y las estrellas...

Hermann Hesse, Narciso y Goldmundo (fragmento)


martes, 27 de noviembre de 2012

paisaje caroya - Técnica Mixta sobre fibrofácil 30x40 (Adquirida)


4º Premio - Pequeño formato
16º Encuentro de Pintores 2012
Colonia Caroya





Despierta
Sacúdete los sueños de tu pelo
Mi preciosa y dulce niña.
Elige el día y el signo para tu día
El día es divino.
La primera cosa que ves

Una inmensa y radiante playa en una bonita y adornada luna
Parejas desnudas corren por sus tranquilos lados
Y reímos como dulces. locos niños
Inmersos en la lana confusa de la mente infantil
La música y las voces giran a nuestro alrededor

Eligen su antiguo cantar
Tu tiempo ha regresado
Elige ahora, su dulce canto
Debajo de la luna
Junto al lago antiguo

Entra otra vez en el dulce bosque
Entra en el cálido sueño
Ven con nosotros
Todo esta roto y baila

Jim Morrison, Ghost song



miércoles, 21 de noviembre de 2012

Eolo (DF) - Óleo sobre bastidor 80x100





     Pido silencio que estoy hasta acá de loros, cojas, chúes & Cartago.
-Me cago en Cartago -dijo el hombre de cartón pidiendo un cortado.
    Son las tres de de la alba de dedos azules si no fueran esas uñas enlutadas como si el mundo no existiese.
-¿Viste Los poetas tembleques?- preguntó Gregoria Cul, la poubelle de Clignancourt.
-Ní- nefirmó Festa para terminar con los metecos tremantes.
-El culicidio por cilcusida de la culbuta- dijo Gregoria.
-¡Puta mandria que me fadraga! Nadie me entiende el festilogio. ¿Hablo en catamitano? ¿Nací en acacuellos de Giloca?
-Dale, ché, te presto La Culomancia.
-Nepote- dijo, sentada en una escupidera, Festa.
-Dale, ché, te la regalo.
    El culín a la regresiva se le meneó de contento. Cuando húbose posesionado del libro porno hasta decir bosta, dijo:
-Bosta.
-¿Y los poetas de los tembladerales?
-Creo que llevaban una especie de peto debajo de la falúa.
-Tenet fet- dijo feto.
-¿Qué se creen? ¿Que tienen corona?- dijo Coj-. El cuento de Alejandra es para todos, y si no les gusta consíganse uno especial para ustedes, que mientras estean aquí, estamos en la democracia.
-No sea guaranga, aunque lo sea -dijo Festa-. Además ¿No sabe que está prohibido entrar con animales en los cuentos?
     Tal la alegoría de la justicia, Festa señaló con dedo acusador a nostro Pericles quien, de pie en su percha, cerraba fuertemente los ojos miedoso de que en ellos entrara algo de la espuma con que lo friccionaba su novia, la ducha Aspasia.
     Chú el caligrafofo alojó ósculos sobre manos de culirotas a las que se les caía la baba como si hubiesen parido a Pirro.
-Pirro era medio pegalotodo -verdijo con espuma Loreal.
-¡Qué loroamor! -marechalizó Gregoria-. ¿Es comprado o hecho a mano?
-¿Cómo? ¿También toca el piano?- dijo Festa.
-Pedro, tocá Para Elisa para estas señoritas- dijo Cojwig van.
-No voy a tocar nada y mañana se lo cuento todo a mi analista- dijo el verde psicopatita.
-En el ludo, la casilla de la muerte es rosa- dijo el amarillo sinópata.
-¡No te metás, amarillo!- dijo, verde de rabia, Coja La Rábida.
     Festa y Gregoria, acostadas como Fritz y Franz, reían como Lady Godiva.
-Como Paracelso- dijo Pericles-, nací en Parada de la Ventosa. ¡Me cago en el Parnaso!
Fue entonces cuando entró la Pardo Bazán a cuyo plumiferón debemos El loro de Paradela de Muces o  Morriña por Pericles, ilustrado con esculturas de Berruguete.
    No sin sonreírse al ver a la novelista obesita, agregó el raro loro:
-Quiero que me dejen partir para ir a ocultar en el fondo del mar mi tristeza sin fondo.
-¡Oh!- dijo Aspasia. Y se tiró un pedo azul.
     A lo cual sonrió todo el mundo, según nos enteramos leyendo el diario íntimo de Chú:
"...do azul. A lo cual sonrió todo el mundo. Exagero. Había una cosa que no sonreía; era el mate"

Alejandra Pizarnik, Aspasia o la Peripecia

domingo, 18 de noviembre de 2012

Avenida San Martín - Óleo sobre bastidor 80x100






     De pronto, como si un remolino hubiera echado raíces en el centro del pueblo, llegó la compañía bananera perseguida por la hojarasca. Era una hojarasca revuelta, alborotada, formada por los desperdicios humanos y materiales de los otros pueblos; rastrojos de una guerra civil que cada vez parecía más remota e inverosímil. La hojarasca era implacable. Todo lo contaminaba de su revuelto olor multitudinario, olor de secreción a flor de piel y de recóndita muerte. En menos de un año arrojó sobre el pueblo los escombros de numerosas catástrofes anteriores a ella misma, esparció en las calles su confusa carga de desperdicios. Y esos desperdicios, precipitadamente, al compás atolondrado e imprevisto de la tormenta, se iban seleccionando, individualizándose, hasta convertir lo que fue un callejón con un río en un extremo un corral para los muertos en el otro, en un pueblo diferente y complicado, hecho con los desperdicios de los otros pueblos. Allí vinieron, confundidos con la hojarasca humana, arrastrados por su impetuosa fuerza, los desperdicios de los almacenes, de los hospitales, de los salones de diversión, de las plantas eléctricas; desperdicios de mujeres solas y de hombres que amarraban la mula en un horcón del hotel, trayendo como un único equipaje un baúl de madera o un atadillo de ropa, y a los pocos meses tenían casa propia, dos concubinas y el título militar que les quedaron debiendo por haber llegado tarde a la guerra.
     Hasta los desperdicios del amor triste de las ciudades nos llegaron en la hojarasca y construyeron pequeñas casas de madera, e hicieron primero un rincón donde medio catre era el sombrío hogar para una noche, y después una ruidosa calle clandestina, y después todo un pueblo de tolerancia dentro del pueblo. En medio de aquel ventisquero, de aquella tempestad de caras desconocidas, de toldos en la vía pública, de hombres cambiándose de ropa en la calle, de mujeres sentadas en los baúles con los paraguas abiertos, y de mulas y mulas abandonadas, muriéndose de hambre en la cuadra del hotel, los primeros éramos los últimos; nosotros éramos los forasteros; los advenedizos. Después de la guerra, cuando vinimos a Macondo y apreciamos la calidad de su suelo, sabíamos que la hojarasca había de venir alguna vez, pero no contábamos con su ímpetu. Así que cuando sentimos llegar la avalancha lo unico que pudimos hacer fue poner el plato con el tenedor y el cuchillo detrás de la puerta y sentarnos pacientemente a esperar que nos conocieran los recién llegados. Entonces pitó el tren por primera vez. La hojarasca volteó y salió a verlo y con la vuelta perdió el impulso, pero logro unidad y solidez; y sufrió el natural proceso de fermentación y se incorporó a los gérmenes de la tierra. (Macondo, 1909)

García Marquez, La hojarasca (fragmento)


lunes, 12 de noviembre de 2012

Plaza de Madrid - Óleo sobre bastidor 50x70








    Hay un animal salvaje en sus bosques -dijo el artista Cunningham, mientras lo llevaban a la estación. Era la única observación que había hecho durante el trayecto, pero como Van Cheele había hablado sin parar, el silencio de su compañero no había sido notorio.
    -Un zorro extraviado o dos y unas cuantas comadrejas de la región. Nada más formidable que eso -dijo Van Cheele. El artista no dijo nada.
    -¿Qué quería decir con animal salvaje? -le dijo Van Cheele más tarde, cuando estaban en el andén.
    -Nada. Mi imaginación. Aquí está el tren -dijo Cunningham.
    Esa tarde, Van Cheele salió a dar uno de sus frecuentes paseos por su boscosa propiedad. Tenía una garza disecada en su estudio, y sabía los nombres de un gran número de flores salvajes, de modo que su tía tenía tal vez alguna justificación para describirlo como un gran naturalista. En todo caso, era un gran andarín. Tenía la costumbre de tomar nota mental de todo lo que veía durante esos paseos, no tanto para ayudar a la ciencia contemporánea, como para disponer de temas de conversación más tarde. Cuando las campanillas azules comenzaban a florecer, él se encargaba de informar a todo el mundo de ese hecho; la época del año hubiera podido advertir a sus oyentes de la probabilidad de que esto ocurriera, pero por lo menos pensaba que él les estaba siendo absolutamente franco.
    Sin embargo, lo que vio Van Cheele esa tarde en particular...


Saki, Ernest-Gabriel (Fragmento)

miércoles, 24 de octubre de 2012

s/t - Sintético sobre cartón entelado - 70x50







     el viento aumentaba el frío. Ahora yo quiero una ola, pintar una ola. Descubrirla por sorpresa. Tiene que ser la primera y la última. Una ola blanca, sucia, podrida, hecha de nieve y de pus y de leche que llegue hasta la costa y se trague el mundo. Para eso ando por la playa.

Juan Carlos Onetti, Dejemos hablar al viento (fragmento)

martes, 2 de octubre de 2012

La pasarela en la noite - 100x60


 
 
 
     Un rostro frente a tus ojos que lo miran y por favor: que no haya mirar sin ver. Cuando miras su rostro-por pasión, por necesidad como la de respirar-sucede, y de eso te enteras mucho después, que ni siquiera lo miras. Pero si lo miraste, si lo bebiste como sólo puede y sabe una sedienta como tú. Ahora estás en la calle; te alejas invadida por un rostro que miraste sin cesar, pero de súbito, flotante y descreída, te detienes, pues vienes de preguntarte si has visto su rostro. El combate con la desaparición es arduo. Buscas con urgencia en todas tus memorias, porque gracias a una simétrica repetición de experiencias sabes que si no lo recuerdas pocos instantes después de haberlo mirado este olvido significará los más desoladores días de búsqueda.
     Hasta que vuelvas a verlo frente al tuyo, y con renovada esperanza lo mires de nuevo, decidida, esta vez, a mirarlo en serio, de verdad, lo cual, y esto también lo sabes, te resulta imposible, pues es la condición del amor que le tienes.

Alejandra Pizarnik,  Un rostro 

Juego de niños - Mixto sobre lienzo - 80x60




     En la noche al borde de la ventana riéndonos de las sombras del patio contiguo al comedor del hotel. La sombra de un comensal. La sombra de un cuchillo. La sombra de un tenedor. La sombra de un ave. La sombra de una mano alzando la sombra de un tenedor hasta la sombra de una boca. Riéndonos en las sombras, ojos tuyos llenos de risa, tus manos, la noche, lo mío, lo tuyo, la noche, por favor, todo tan extraño, la noche.

Alejandra Pizarnik,  santiago de compostela (fragmento)

lunes, 17 de septiembre de 2012

Por las rutas - Acrílico sobre lienzo - 120x40


Cada noche se entendían a la perfección, sin necesidad de hablar, en un diálogo mudo que, no obstante, era más rico y más sabio que las peroratas de todos los sabios de todos los tiempos.
Cada día ella se decía: “¿Cómo se puede soportar a ese bruto que lo único que sabe hacer es discutir con sus amigotes sobre guerras, cacerías y torneos de armas?”; y él pensaba: “¿Cómo se puede aguantar a esa tonta cuyos únicos temas de conversación son los chismes, la moda y la cocina, cuando no se le da por las cuestiones de Dios, el amor, la vida y la muerte?”.
Y volvían cada noche a reanudar aquel coloquio silencioso, y cada día a rumiar en silencio sus mutuos agravios.
Pero jamás, mientras vivieron, cruzaron una sola palabra.

Marco Denevi,  Los silencios de Lanzarote y Ginebra


s/t - Acrílico sobre lienzo 50x55






Se celebraba la última cena.
—¡Todos te aman, oh Maestro! –dijo uno de los discípulos.
—Todos no —respondió gravemente el Maestro—. Conozco a alguien que me tiene envidia y, en la primera oportunidad que se le presente, me venderá por treinta dineros.
—Ya sé a quién aludes –exclamó el discípulo—. También a mí me habló mal de ti.
—Y a mí —añadió otro discípulo.
—Y a mí, y a mí –dijeron todos los demás (todos menos uno, que permanecía silencioso).
—Pero es el único –prosiguió el que había hablado primero—. Y para probártelo, diremos a coro su nombre.
Los discípulos (todos, menos aquel que se mantenía mudo) se miraron, contaron hasta tres y gritaron el nombre del traidor.
Las murallas de la ciudad vacilaron con el estrépito, pues los discípulos eran muchos y cada uno había gritado un nombre distinto.
Entonces el que no había hablado salió a la calle y, libre de remordimientos, consumó su traición.

Marco Denevi,  El maestro traicionado

TRACTAC - Acrílico sobre lienzo y madera 60x75





No para cualquiera

     Érase una vez un individuo, de nombre Harry, llamado el lobo estepario. Andaba en dos pies, llevaba vestidos y era un hombre, pero en el fondo era, en verdad, un lobo estepario. Había aprendido mucho de lo que las personas con buen entendimiento pueden aprender, y era un hombre bastante inteligente. Pero lo que no había aprendido era una cosa: a estar satisfecho de sí mismo y de su vida. Esto no pudo conseguirlo. Acaso ello proviniera de que en el fondo de su corazón sabía (o creía saber) en todo momento que no era realmente un ser humano, sino un lobo de la estepa. Que discutan los inteligentes acerca de si era en realidad un lobo, si en alguna ocasión, acaso antes de su nacimiento ya, había sido convertido por arte de encantamiento de lobo en hombre, o si había nacido desde luego hombre, pero dotado del alma de un lobo
estepario y poseído o dominado por ella, o por último,si esta creencia de ser un lobo no era más que un producto de su imaginación o de un estado patológico. No dejaría de ser posible, por ejemplo, que este hombre, en su niñez, hubiera sido acaso fiero e indómito y desordenado, que sus educadores hubiesen tratado de matar en él a la bestia y precisamente por eso hubieran hecho arraigar en su imaginación la idea de que, en efecto, era realmente una bestia, cubierta sólo de una tenue funda de educación y sentido humano. Mucho e interesante podría decirse de esto y hasta escribir libros sobre el particular; pero con ello no se prestaría servicio alguno al lobo estepario, pues para él era completamente indiferente que el lobo se hubiera introducido en su persona por arte de magia o a fuerza de golpes, o que se tratara sólo de una fantasía de su espíritu. Lo que los demás pudieran pensar de todo esto, y hasta lo que él mismo de ello pensara, no tenía valor para el propio interesado, no conseguiría de ningún modo ahuyentar al lobo de su persona.


Hermann Hesse,  El lobo estepario (fragmento)

martes, 11 de septiembre de 2012

Tulumba - Mixto sobre Bastidor 70x50




    Una de las indispensables tareas del escribiente es verificar la fidelidad de la copia, palabra por palabra. Cuando hay dos o más amanuenses en una oficina, se ayudan mutuamente en este examen, uno leyendo la copia, el otro siguiendo el original. Es un asunto cansador, insípido y letárgico. Comprendo que para temperamentos sanguíneos, resultaría intolerable. Por ejemplo, no me imagino al ardoroso Byron, sentado junto a Bartleby, resignado a cotejar un expediente de quinientas páginas, escritas con letra apretada.
    Yo ayudaba en persona a confrontar algún documento breve, llamando a Turkey o a Nippers con este propósito. Uno de mis fines al colocar a Bartleby tan a mano, detrás del biombo, era aprovechar sus servicios en estas ocasiones triviales. Al tercer día de su estada, y antes de que fuera necesario examinar lo escrito por él, la prisa por completar un trabajito que tenía entre manos, me hizo llamar súbitamente a Bartleby. En el apuro y en la justificada expectativa de una obediencia inmediata, yo estaba en el escritorio con la cabeza inclinada sobre el original y con la copia en la mano derecha algo nerviosamente extendida, de modo que, al surgir de su retiro, Bartleby pudiera tomarla y seguir el trabajo sin dilaciones.
    En esta actitud estaba cuando le dije lo que debía hacer, esto es, examinar un breve escrito conmigo. Imaginen mi sorpresa, mi consternación, cuando sin moverse de su ángulo, Bartleby, con una voz singularmente suave y firme, replicó:
    -Preferiría no hacerlo.
    Me quedé un rato en silencio perfecto, ordenando mis atónitas facultades. Primero, se me ocurrió que mis oídos me engañaban o que Bartleby no había entendido mis palabras. Repetí la orden con la mayor claridad posible; pero con claridad se repitió la respuesta:
    -Preferiría no hacerlo.
    -Preferiría no hacerlo -repetí como un eco, poniéndome de pie, excitadísimo y cruzando el cuarto a grandes pasos-. ¿Qué quiere decir con eso? Está loco. Necesito que me ayude a confrontar esta página: tómela -y se la alcancé.
    -Preferiría no hacerlo -dijo.

Hermann Melville, Bartleby (Fragmento)

s/t - Mixto sobre Bastidor 70x50

 
 
 
     - ¿Me dice usted esto por lo de Diderot?
    -No. En realidad, en realidad no se trata aquí de Diderot. No se mienta usted a sí mismo. El que se miente a sí mismo y escucha sus propias mentiras, acaba no sabiendo distinguir ninguna verdad, ni en sí mismo, ni a su alrededor. Y entonces no siente ya ningún respeto, ni hacia sí mismo, ni hacia los demás. No respentando ya a nadie, deja de sentir amor. No sintiendo ya amor trata de ocuparse y de distraerse, se deja arrastrar por la pasiones, por los placeres groseros y materiales, y se hunde en sus vivios hasta la bestialidad. Y todo esto le viene de mentir continuamente, de mentirse a sí mismo y de mentir a los demás. El que se miente a sí mismo es el primero en ofenderse. Porque a veces resulta muy agradable darse por ofendido, ¿ No es cierto?
     -¡oh bien aventurado, deme su mano a besar!
Fedor Pavlovitch se levantó de un salto y besó rápidamente la seca mano del starezt.
    -¡Es así mismo, sí, es así mismo! Le da a uno mucho gusto sentirse ofendido. Nunca he oído hablar tan bien a nadie [...]
 
Fiodor Dostoyevski, Los hermanos Karamazov (Fragmento) 

lunes, 3 de septiembre de 2012

Ouro Preto - Óleo sobre Bastidor 76x50


Lectura de una ola

     El mar está apenas encrespado, olas pequeñas baten la orilla arenosa. El señor Palomar de pie en la orilla mira una ola. No está absorto en la contemplación de las olas. No está absorto porque sabe lo que hace: quiere mirar una ola y la mira. No está contemplando, porque la contemplación necesita un temperamento adecuado, un estado de ánimo adecuado y un concurso adecuado de circunstancias exteriores; y aunque el señor Palomar no tiene nada en principio contra la contemplación, ninguna de las tres condiciones se le da. En fin, no son «las olas» lo que pretende mirar, sino una ola singular, nada más; como quiere evitar las sensaciones vagas, se asigna para cada uno de sus actos un objeto limitado y preciso.
    El señor Palomar ve asomar una ola a lo lejos, la ve crecer, acercarse, cambiar de forma y de color, envolverse en sí misma, romper, desvanecerse, refluir. Llegado a ese punto podría convencerse de que ha llevado a término la operación que se había propuesto e irse. Pero aislar una ola separándola de la ola que inmediatamente la sigue y como si la empujara y por momentos la alcanzara y la arrollara, es muy difícil, así como separarla de la ola que la precede y que parece llevársela a la rastra hacia la orilla, cuando no volverse en contra como para detenerla. Y si se considera cada oleada en el sentido de la anchura, paralelamente a la costa, es difícil establecer hasta dónde se extiende continuo el frente que avanza y dónde se separa y segmenta en olas que existen por sí mismas, distintas en velocídad, forma, fuerza, dirección.

Italo Calvino, Palomar (Fragmento)

martes, 28 de agosto de 2012

En Ticino - Mixto sobre Bastidor 90x70 (Adquirido)

     
1º Premio
2º Encuentro de Pintores 2012
Ticino - Córdoba




    El cheloveco que estaba sentado a mi lado -había esos asientos largos, de felpa, pegados a las tres paredes- tenia una expresión perdida, con los glasos vidriosos y mascullando slovos, como "De las insípidas obras de Aristóteles, que producen ciclámenes, brotan elegantes formaniníferos" Por supuesto, estaba en otro mundo, en órbita, yo sabía cómo era eso, porque lo había probado como todos los demás, pero en ese momento me puse a pensar, oh hermanos, que era una vesche bastante cobarde. Tú estabas ahí después de beber el moloco, y se te ocurría el meselo de que las cosas a tu alrededor pertenecían al pasado. Todo lo veías clarísimo -las mesas, el estéreo, las luces, las niñas y los málchicos- pero era como una vesche que solía estar allí y ya no estaba. Y te quedabas hipnotizado por la bota, o el zapato o la uña de un dedo, según el caso, y al mismo tiempo era como si te agarraran del pescuezo y te sacudieran igual que a un gato. Te sacudían sin parar hasta vaciarte. Perdías el nombre y el cuerpo, y te perdías tú mismo, y esperabas hasta que la bota o la uña del dedo se te ponían amarillas, cada vez más amarillas. Más tarde, las luces comenzaban a estallar como átomos, y la bota o la uña del dedo, o quizá una mota de polvo en los fundillos de los pantalones se convertían en un mesto enorme, grandísimo, más grande que el mundo, y era el momento que iban a presentarte al viejo Bogo o Dios, y entonces todo concluía. Gimoteando volvías al presente, con la rota preparada para llorar a grito pelado. Todo era muy hermoso, pero muy cobarde. No hemos venido a esta tierra para estar en contacto con Dios. Esas cosas pueden liquidar toda la fuerza y la bondad de un cheloveco.
                  

Anthony Burgess, La Naranja Mecánica (Fragmento)  

domingo, 29 de julio de 2012

Esquina del amanecer - Óleo sobre Bastidor 72x50 (VENDIDO)


Capítulo 18
 
     No ganaba nada con preguntarse qué hacía allí a esa hora y con esa gente, los queridos amigos tan desconocidos ayer y mañana, la gente que no era más que una nimia incidencia en el lugar y en el momento. Babs, Ronald, Ossip, Jelly Roll, Akhenatón: ¿qué diferencia? Las mismas sombras para las mismas velas verdes. La sbornia en su momento más alto. Vodka dudoso, horriblemente fuerte.
    Si hubiera sido posible pensar una extrapolación de todo eso, entender el Club, entender Cold Wagon Blues, entender el amor de la Maga, entender cada piolincito saliendo de las cosas y llegando hasta sus dedos, cada títere o cada titiritero, como una epifanía; entenderlos, no como símbolos de otra realidad quizá inalcanzable, pero sí como potenciadores (qué lenguaje, qué impudor), como exactamente líneas de fuga para una carrera a la que hubiera tenido que lanzarse en ese momento mismo, despegándose de la piel esquimal que era maravillosamente tibia y casi perfumada y tan esquimal que daba miedo, salir al rellano, bajar, bajar solo, salir a la calle, salir solo, empezar a caminar, caminar solo, hasta la esquina, la esquina sola, el café de Max, Max solo, el farol de la rue de Bellechasse donde... donde solo. Y quizá a partir de ese momento.
    Pero todo en un plano me-ta-fí-sico. Porque Horacio, las palabras... Es decir que las palabras, para Horacio... (Cuestión ya masticada en muchos momentos de insomnio.) Llevarse de la mano a la Maga, llevársela bajo la lluvia como si fuera el humo del cigarrillo, algo que es parte de uno, bajo la lluvia. Volver a hacer el amor con ella pero un poco por ella, no ya para aprender un desapego demasiado fácil, una renuncia que a lo mejor está encubriendo la inutilidad del esfuerzo, el fantoche que enseña algoritmos en una vaga universidad para perros sabios o hijas de coroneles. Si todo eso, la tapioca de la madrugada empezando a pegarse a la claraboya, la cara tan triste de la Maga mirando a Gregorovius mirando a la Maga mirando a Gregorovius, Struttin' with some barbecue, Babs que lloraba de nuevo para ella, escondida de Ronald que no lloraba pero tenía la cara cubierta de humo pegado, de vodka convertido en una aureola absolutamente hagiográfica, Perico fantasma hispánico subido a un taburete de desdén y adocenada estilística, si todo eso fuera extrapolable, si todo eso no fuera, en el fondo no fuera sino que estuviera ahí para que alguien (cualquiera pero ahora él, porque era el que estaba pensando, era en todo caso el que podía saber con certeza que estaba pensando, ¡eh Cartesius viejo jodido!), para que alguien, de todo eso que estaba ahí, ahincando y mordiendo y sobre todo arrancando no se sabía qué pero arrancando hasta el hueso, de todo eso se saltara a una cigarra de paz, a un grillito de contentamiento, se entrara por una puerta cualquiera a un jardín cualquiera, a un jardín alegórico para los demás, como los mandalas son alegóricos para los demás, y en ese jardín se pudiera cortar una flor y que esa flor fuera la Maga, o Babs, o Wong, pero explicados y explicándolo, restituidos, fuera de sus figuras del Club, devueltos, salidos, asomados, a lo mejor todo eso no era más que una nostalgia del paraíso terrenal, un ideal de pureza, solamente que la pureza venía a ser un producto inevitable de la simplificación, vuela un alfil, vuelan las torres, salta el caballo, caen los peones, y en medio del tablero, inmensos como leones de antracita los reyes quedan flanqueados por lo más limpio y final y puro del ejército, al amanecer se romperán las lanzas fatales, se sabrá la suerte, habrá paz. Pureza como la del coito entre caimanes, no la pureza de oh maría madre mía con los pies sucios; pureza de techo de pizarra con palomas que naturalmente cagan en la cabeza de las señoras frenéticas de cólera y de manojos de rabanitos, pureza de... Horacio, Horacio, por favor.
    Pureza.
    (Basta. Andate. Andá al hotel, date un baño, leé Nuestra Señora de París o Las Lobas de Machecoul, sacate la borrachera. Extrapolación, nada menos.)
    Pureza. Horrible palabra. Puré, y después za. Date un poco cuenta. El jugo que le hubiera sacado Brisset. ¿Por qué estás llorando? ¿Quién llora, che?
    Entender el puré como una epifanía. Damn the language. Entender. No inteligir: entender. Una sospecha de paraíso recobrable: No puede ser que estemos aquí para no poder ser. ¿Brisset? El hombre desciende de las ranas... Blind as a bat, drunk as a butterfly, foutu, royalement foutu devant les portes, que peut'être... (Un pedazo de hielo en la nuca, irse a dormir. Problema: ¿Johnny Dodds o Albert Nicholas?. Dodds, casi seguro. Nota: preguntarle a Ronald.) Un mal verso, aleteando desde la claraboya: "Antes de caer en la nada con el último diástole..." Qué mamúa padre. The doors of perception, by Aldley Huxdous. Get yourself a tiny bit of mescalina, brother, the rest is bliss and diarrhoea. Pero seamos serios (sí, era Johnny Dodds, uno llega a la comprobación por vía indirecta. El baterista no puede ser sino Zutty Singleton, ergo el clarinete es Johnny Dodds, jazzología, ciencia deductiva, facilísima después de las cuatro de la mañana. Desaconsejable para señores y clérigos). Seamos serios, Horacio, antes de enderezarnos muy de a poco y apuntar hacia la calle, preguntémonos con el alma en la punta de la mano (¿la punta de la mano?) En la palma de la lengua, che, o algo así. Toponomía, anatología descriptológica, dos tomos i-lus-tra-dos), preguntémonos si la empresa hay que acometerla desde arriba o desde abajo (pero qué bien, estoy pensando clarito, el vodka las clava como mariposas en el cartón, A es A, a rose is a rose is a rose, April is the cruellest month, cada cosa en su lugar y un lugar para cada rosa es una rosa es una rosa...).
    Uf. Beware of the Jabberwocky my son.
    Horacio resbaló un poco más y vio muy claramente todo lo que quería ver. No sabía si la empresa había que acometerla desde arriba o desde abajo, con la concentración de todas sus fuerzas o más bien como ahora, desparramado y líquido, abierto a la claraboya, a las velas verdes, a la cara de corderito triste de la Maga, a Ma Rainey que cantaba Jelly Beans Blues. Más bien así, más bien desparramado y receptivo, esponjoso como todo era esponjoso apenas se lo miraba mucho y con los verdaderos ójos. No estaba tan borracho como para no sentir que había hecho pedazos su casa, que dentro de él nada estaba en su sitio pero que al mismo tiempo -era cierto, era maravillosamente cierto-, en el suelo o el techo, debajo de la cama o flotando en una palangana había estrellas y pedazos de eternidad, poemas como soles y enormes caras de mujeres y de gatos donde ardía la furia de sus especies, en la mezcla de basura y placas de jade de su lengua donde las palabras se trenzaban noche y día en furiosas batallas de hormigas contra escolopendras, la blasfemia coexistía con la pura mención de las esencias, la clara imagen con el peor lunfardo. El desorden triunfaba y corría por los cuartos con el pelo colgando en mechones astrosos, los ojos de vidrio, las manos llenas de barajas que no casaban, mensajes donde faltaban las firmas y los encabezamientos, y sobre las mesas se enfriaban platos de sopa, el suelo estaba lleno de pantalones tirados, de manzanas podridas, de vendas manchadas. Y todo eso de golpe crecía y era una música atroz, era más que el silencio afelpado de las casas en orden de sus parientes intachables, en mitad de la confusión donde el pasado era incapaz de encontrar un botón de camisa y el presente se afeitaba con pedazos de vidrio a falta de una navaja enterrada en alguna maceta, en mitad de un tiempo que se abría como una veleta a cualquier viento, un hombre respiraba hasta no poder más, se sentía vivir hasta el delirio en el acto mismo de contemplar la confusión que lo rodeaba y preguntarse si algo de eso tenía sentido. Todo desorden se justificaba si tendía a salir de sí mismo, por la locura se podía acaso llegar a una razón que no fuera esa razón cuya falencia es la locura. "Ir del desorden al orden", pensó Oliveira. "Sí, ¿pero qué orden puede ser ése que no parezca el más nefando, el más terrible, el más insanable de los desórdenes? El orden de los dioses se llama ciclón o leucemia, el orden del poeta se llama antimateria, espacio duro, flores de labios temblorosos, realmente qué sbornia tengo, madre mía, hay que irse a la cama en seguida." Y la Maga estaba llorando, Guy había desaparecido, Etienne se iba detrás de Perico, y Gregorovius, Wong y Ronald miraban un disco que giraba lentamente, treinta y tres revoluciones y media por minuto, ni una más ni una menos, y en esas revoluciones Oscar's Blues, claro que por el mismo Oscar al piano, un tal Oscar Peterson, un tal pianista con algo de tigre y felpa, un tal pianista triste y gordo, un tipo al piano y la lluvia sobre la claraboya, en fin, literatura. 

Julio Cortázar, Rayuela (Fragemento)

lunes, 25 de junio de 2012

Maipú y Olmos - Óleo sobre Bastidor 90x80







     Corrió la voz de que por el malecón se había visto pasear a un nuevo personaje: La dama del perrito.
Dmitrii Dmitrich Gurov, residente en Yalta hacía dos semanas y habituado ya a aquella vida, empezaba también a interesarse por las caras nuevas. Desde el pabellón Verne, en que solía sentarse, veía pasar a una dama joven, de mediana estatura, rubia y tocada con una boina. Tras ella corría un blanco lulú.
Después, varias veces al día, se la encontraba en el parque y en los jardinillos públicos. Paseaba sola, llevaba siempre la misma boina y se acompañaba del blanco lulú. Nadie sabía quién era y todos la llamaban La dama del perrito.
      “Si está aquí sin marido y sin amigos, no estaría mal trabar conocimiento con ella”, pensó Gurov.

Anton Chejov, La dama del perrito (fragmento)