Comentarios:

Déjese llevar por el primer impulso y que unas simples palabras, las primeras que tenga en la punta de la lengua, fluyan, converjan, se entremezclen y escriba, escriba lo que se le ocurra, al instante, o en algún rincón de su tiempo(si es que quiere pensar lo que va a comentar)
¡Muchas Gracias!

Pablo.-

Datos Personales y Contacto:


CONTACTO:
tablotres@hotmail.com
Jesús María, Córdoba, Argentina
Tel.: 03525-426079

PABLO M. PREZ


miércoles, 28 de marzo de 2012

Noche mojada - Óleo sobre bastidor - 90x60 (VENDIDA)


     El patrullero Mancuso contempló el Plymouth y vio la profunda fisura del techo y del guardabarros, lleno de círculos cóncavos, que tenía una anchura de varios centímetros. En el trozo de cartón que había colocado tapando el agujero de lo que había sido la ventanilla trasera había la siguiente inscripción: JUDIAS ESTOFADAS VAN CAMP'S. Al parar junto a la tumba, leyó lo que decía la borrosa inscripción de la cruz: REX. Luego subió los gastados escalones de ladrillo y oyó, tras los postigos cerrados, un canto atronador:
Las chicas grandes no lloran.
Las chicas grandes no lloran.
Las chicas grandes no lloran, no. No lloran.
Las chicas grandes no lloran... no.
     Mientras esperaba que alguien contestara a su llamada, leyó la borrosa pegatina del cristal de la puerta: «Un fallo del labio puede hundir un barco.» 
Debajo, la fotografía de un miembro del cuerpo auxiliar femenino de la marina, con un dedo que había adquirido un tono tostado en los labios. En la misma manzana, más allá, la gente que había en los porches le miraba y miraba la moto. Las persianas del otro lado de la calle que subían y bajaban lentamente para lograr el enfoque adecuado, indicaban que tenía también un considerable público invisible, ya que una moto de la policía allí era un acontecimiento, en especial con un motorista de pantalones cortos y barba roja. La gente de aquella calle era pobre, desde luego, pero honrada. Sintiéndose de pronto cohibido, el patrullero Mancuso tocó otra vez el timbre y asumió lo que consideraba su posición erguida oficial. Ofreció a su público el perfil mediterráneo, pero el público sólo veía a un individuo pequeño y cetrino al que le colgaban los pantalones cortos grotescamente en la entrepierna, y cuyas piernas flacuchas parecían demasiado desnudas con aquellas ligas tan serias y aquellos calcetines de nylon que le colgaban cerca de los tobillos. El público se mostraba curioso, pero nada impresionado; algunos ni siquiera mostraban curiosidad, los pocos que suponían que semejante visión acabaría llegando un día u otro a aquella miniatura de casa.
Las chicas grandes no lloran.
Las chicas grandes no lloran.
El patrullero Mancuso llamó, ferozmente, a las persianas.
Las chicas grandes no lloran.
Las chicas grandes no lloran.
    —Están en casa —chilló una mujer, por las persianas de la casa contigua, una visión de arquitecto de un Jay Gould doméstico—.
    La señora Reilly debe estar en la cocina. Vaya usted por atrás. ¿Usted qué es, señor? ¿Un policía?
    —El patrullero Mancuso. De incógnito —contestó él con firmeza.
    —¿Sí? —hubo un momento de silencio—. ¿Con quién quiere usted hablar, con el chico o con la madre?
    —Con la madre.
    —Bueno, menos mal. Con él no podría hablar. Está viendo la tele. ¿Ha oído usted eso? A mí me vuelve loca. Me destroza los nervios.
El patrullero Mancuso dio las gracias a la voz de mujer y entró en la húmeda calleja. En el patio trasero encontró a la señora Reilly colgando una sábana sucia y amarillenta en un tendal sujeto en las deshojadas higueras. 
    —Vaya, es usted —dijo la señora Reilly, tras un instante. Había estado a punto de empezar a gritar al ver aparecer en su patio a aquel individuo de la barba roja.
    —¿Cómo le va, señor Mancuso? ¿Qué dijo aquella gente? —y empezó a caminar pisando cautamente sobre los ladrillos rotos del pavimento, con sus mocasines marrones de fieltro—. Entre, que le prepararé una buena taza de café. 
    La cocina era una estancia grande, de techo alto, la más grande de la casa, y olía a café y a periódicos viejos. Era oscura, como todas las habitaciones de la casa; el pringoso empapelado y las molduras de madera oscura habrían transformado cualquier luz en penumbra, aunque, en realidad, se filtraba poca luz de la calleja. Pese a que al patrullero Mancuso no le interesaban los interiores de las casas, advirtió de todos modos, como lo habría advertido cualquiera, la presencia de la antigua cocina de gas con el horno alto y la nevera con el motor cilindrico encima. Pensando en las sartenes eléctricas, las secadoras de gas, las batidores y mezcladoras mecánicas, las fuentes de baffles, y los asadores motorizados que parecían estar siempre girando, rallando, batiendo, enfriando, zumbando e hirviendo en la argéntea cocina de su esposa Rita, el patrullero Mancuso se preguntó qué haría la señora Reilly en aquella cocina casi vacía. En cuanto anunciaban en la tele un aparato nuevo, la señora Mancuso lo compraba, por muy arcanos que fueran sus usos.
    —Ahora dígame qué dijo aquel hombre —la señora Reilly puso a hervir una cacerola de leche en su cocina eduardiana de gas—. ¿Cuánto tengo que pagar? Le diría usted que soy una pobre viuda que tiene un hijo que mantener, ¿verdad?
    —Sí, ya se lo dije —contestó el patrullero Mancuso, sentándose muy tieso en la silla y mirando esperanzadamente la mesa cubierta con un hule—. ¿Le importa que deje la barba en la mesa? Es que hace mucho calor aquí y me pica la cara.

John Kennedy Toole, La conjura de los necios (fragmento)

lunes, 5 de marzo de 2012

El tutu II - Óleo sobre bastidor - 90x30 (VENDIDA)




—¿Qué habrías hecho tú en mi lugar? —me dijo—. Dímelo sinceramente, muchacho.
     La verdad es que se le notaba que le daba lástima suspenderme, así que me puse a hablar como un descosido. Le dije que yo era un imbécil, que en su lugar habría hecho lo mismo, y que muy poca gente se daba cuenta de lo difícil que es ser profesor. En fin, el rollo habitual. Las tonterías de siempre.
     Lo gracioso es que mientras hablaba estaba pensando en otra cosa. Vivo en Nueva York y de pronto me acordé del lago que hay en Central Park, cerca de Central Park South. Me pregunté si estaría ya helado y, si lo estaba, adonde habrían ido los patos. Me pregunté dónde se meterían los patos cuando venía el frío y se helaba la superficie del agua, si vendría un hombre a recogerlos en un camión para llevarlos al zoológico, o si se irían ellos a algún sitio por su cuenta.
     Tuve suerte. Pude estar diciéndole a Spencer un montón de estupideces y al mismo tiempo pensar en los patos del Central Park. Es curioso, pero cuando se habla con un profesor no hace falta concentrarse mucho. Pero de pronto me interrumpió. Siempre le estaba interrumpiendo a uno.
—¿Qué piensas de todo esto, muchacho? Me interesa mucho saberlo. Mucho.
—¿Se refiere a que me hayan expulsado de Pencey? —le dije. Hubiera dado cualquier cosa porque se tapara el pecho. No era un panorama nada agradable.
—Si no me equivoco creo que también tuviste problemas en el Colegio Whooton y en Elkton Hills.
     Esto no lo dijo sólo con sarcasmo. Creo que lo dijo también con bastante mala intención.
—En Elkton Hills no tuve ningún problema —le dije—. No me suspendieron ni nada de eso. Me fui porque quise... más o menos.
—Y, ¿puedo saber por qué quisiste?
—¿Por qué? Verá. Es una historia muy larga de contar. Y muy complicada.
     No tenía ganas de explicarle lo que me había pasado. De todos modos no lo habría entendido. No encajaba con su mentalidad. Uno de los motivos principales por los que me fui de Elkton Hills fue porque aquel colegio estaba lleno de hipócritas. Eso es todo. Los había a patadas. El director, el señor Haas, era el tío más falso que he conocido en toda mi vida, diez veces peor que Thurmer. Los domingos, por ejemplo, se dedicaba a saludar a todos los padres que venían a visitar a. los chicos. Se derretía con todos menos con los que tenían una pinta un poco rara. Había que ver cómo trataba a los padres de mi compañero de cuarto. Vamos, que si una madre era gorda o cursi, o si un padre llevaba zapatos blancos y negros, o un traje de esos con muchas hombreras, Haas les daba la mano a toda prisa, les echaba una sonrisita de conejo, y se largaba a hablar por lo menos media hora con los padres de otro chico. No aguanto ese tipo de cosas. Me sacan de quicio. Me deprimen tanto que me pongo enfermo. Odiaba Elkton Hills.
     Spencer me preguntó algo, pero no le oí porque estaba pensando en Haas.
—¿Qué? —le dije.
—¿No sientes remordimientos por tener que dejar Pencey?
—Claro que sí, claro que siento remordimientos. Pero muchos no. Por lo menos todavía. Creo que aún no lo he asimilado. Tardo mucho en asimilar las cosas. Por ahora sólo pienso en que me voy a casa el miércoles. Soy un tarado.
—¿No te preocupa en absoluto el futuro, muchacho?
—Claro que me preocupa. Naturalmente que me preocupa —medité unos momentos—. Pero no mucho supongo. Creo que mucho, no.
—Te preocupará —dijo Spencer—. Ya lo verás, muchacho. Te preocupará cuando sea demasiado tarde.
     No me gustó oírle decir eso. Sonaba como si ya me hubiera muerto. De lo más deprimente.
—Supongo que sí —le dije.
—Me gustaría imbuir un poco de juicio en esa cabeza, muchacho. Estoy tratando de ayudarte. Quiero ayudarte si puedo.

J.D. Salinger, El guardián entre el centeno (fragmento)

jueves, 1 de marzo de 2012

Paisaje del color - Óleo sobre bastidor - 100x70 (VENDIDA)



     


     Hubo un domingo -para proseguir-, que llovió con tal fuerza y tantas horas que no pudimos dar el paseo hasta la iglesia, y en consecuencia, al caer la tarde, acordé con la señora Grose que, si mejoraba el tiempo, asistiríamos juntas al último servicio. Por suerte, la lluvia cesó y me preparé para el paseo que, cruzando el parque y por el buen camino de la aldea, sería cuestión de unos veinte minutos. Al bajar las escaleras para reunirme con mi colega en el vestíbulo, me acordé de un par de guantes necesitados de unas puntadas y que había cosido -dándoles una publicidad tal vez poco edificante- mientras acompañaba a los niños en la hora del té, que los domingos, por excepción, se servía en el templo frío y limpio, de caoba y de bronce, que era el comedor de los «mayores». Los guantes se habían quedado allí y volví para recogerlos. El día estaba bastante gris, pero aún quedaba luz y eso me permitió, al franquear el umbral, no sólo reconocer los objetos buscados sobre una silla próxima al gran ventanal, en aquellos momentos cerrado, sino percibir a una persona al otro lado de la ventana que miraba atentamente. Bastó dar un paso dentro de la sala; mi visión fue inmediata; allí estaba. La persona que me miraba atentamente era la misma persona que se me había aparecido antes. Así pues, se presentaba de nuevo, no quiero decir que con mayor claridad, porque eso era
imposible, pero sí con una mayor proximidad que significaba un paso adelante en nuestra relación y que, al verlo, hizo que se me cortara la respiración y que me quedara helada. Era el mismo, la misma persona, y esta vez lo veía, igual que lo había visto antes, de cintura para arriba, pues el ventanal no descendía hasta el nivel de la terraza donde estaba, aun estando el comedor en la planta baja. Tenía la cara pegada al cristal y, sin embargo, curiosamente, el efecto de esta mejor perspectiva consistía en permitir apreciar lo nítida que había sido la visión anterior. Sólo permaneció unos cuantos segundos, los bastantes para convencerme
de que él también me veía y reconocía; pero fue como si pasara años mirándolo y lo conociera desde siempre. No obstante, esta vez ocurrió algo que no había sucedido antes; la mirada fija en mi cara, atravesando el cristal y el comedor, era tan profunda y dura como la otra vez, pero se apartó un momento, durante el cual pude observarlo, recorriendo diversos objetos. En seguida se sumó al sobresalto la certeza de que no había venido por mí. Había venido por otra persona.

Henry James, Otra vuelta de tuerca (fragmento)