Comentarios:

Déjese llevar por el primer impulso y que unas simples palabras, las primeras que tenga en la punta de la lengua, fluyan, converjan, se entremezclen y escriba, escriba lo que se le ocurra, al instante, o en algún rincón de su tiempo(si es que quiere pensar lo que va a comentar)
¡Muchas Gracias!

Pablo.-

Datos Personales y Contacto:


CONTACTO:
tablotres@hotmail.com
Jesús María, Córdoba, Argentina
Tel.: 03525-426079

PABLO M. PREZ


lunes, 31 de octubre de 2011

De la Cultura (Canals) - Óleo sobre bastidor - 70x50

  


    No podía siquiera pensar en él o llamarlo. Aparecía de pronto y entonces lo seguía. Cuando no estaba era como si no hubiese existido nunca.
    El hombrecito no tenía nombre. Pero lo más inconcebible, cuando él me llamaba por el mío, hubiese sido no acudir a sus llamadas. Donde iba él iba yo, fuera al agua o al fuego. No es que me lo ordenara. Era suficiente que él hiciera cualquier cosa para que yo hiciese otro tanto. No hacerlo hubiera sido tan extraordinario como si mi sombra no siguiera mis movimientos. Acaso fuera yo precisamente eso, la sombra o el espejo del hombrecito, si es que él no era mi sombra y yo, creyendo imitarlo, hacía los movimientos antes o al mismo tiempo que él.
    Por desgracia no siempre estaba conmigo y cuando esto ocurría, faltaban a mis hechos naturalidad y necesidad. Un paso, entonces, podía darse o no darse, podía meditarse sobre él. Y todos los buenos, alegres y felices pasos que di en mi vida de entonces los di sin meditar un momento sobre ellos. El reino de la libertad es quizás también el reino del engaño.

 Hermann Hesse, Infancia de un mago (fragmento)

jueves, 27 de octubre de 2011

Pastor - Óleo sobre bastidor - 60x50



     A medida que adelantaba la lectura, se producía en las facciones de Leontina una suave transfiguración. Ya no veía al monstruo de piedra, cruel, destructor, tumbado sobre el cuerpo del muchacho y aplastándolo, sino al otro, al luminoso descrito por el poeta, que bogaba como un lento navío en el claro de luna. El asesino sofocante se había mudado, por gracia de un artista, en uno de los príncipes encantados del cuento de Andersen, que Charlemagne le había referido alguna vez y que, como el de Sully Prudhomme, nadaban plácidamente, pero llevando livianas coronas de oro. En torno, los personajes pintarrajeados--Noé, Salomón, Josué, Holofernes, Caín, Sansón, Adán y Eva, los ángeles de Sodoma-- aparentaban haberse detenido en medio de sus arduas tareas (entenderse con el sol; contar animales; perder la testa; escapar de un Ojo; enfrentar--los ángeles-- a ansiosos violadores), para escuchar la reseña portentosa del cisne parnasiano, cuya serenidad contradecía sus violencias y furias. Un silencio casi audible sucedió al último alejandrino y a la visión del cisne dormido en el agua. Lo quebró el poeta para revelar un detalle que había reservado hasta el final, como remate de su labor apaciguadora, y era que en el diccionario de la Real Academia Española se topaba con la estupenda referencia de que en la jerga de germanía, el lenguaje de los rufianes españoles, "cisne" era uno de los vocablos que éstos usaron (o usan) para designar a las mujeres que ejercían el mismo comercio sensual de su amiga y copartícipe de la azotea.

--De modo--sonrió-- que tú eres un cisne.

--¿Un cisne?

      Leontina dilató los ojos desconcertados; depositó al gato en el piso, con ternura maternal, se paró, se desperezó, se quitó el kimono y quedó desnuda, fláccida y
voluminosa, delante del septuagenario, que se rascaba la cabeza, similarmente desnuda. Después se vistió, porque debía apresurarse y tomar el colectivo que la
conduciría a su casa. Besó a Aníbal, le agradeció los versos que tanto bien le hicieran, y atravesó el gran Palacio vacío, sin miedo ya de tropezar con el fantasma que la mataría con sus aletazos feroces, porque ella también era un cisne. Y Aníbal Charlemagne retornó a su pieza, seguido por el gato Jazmín, que pasaba el día en lo
de Leontina, y asistía con indiferencia filosófica a los espectáculos cambiantes y a la larga repetidos que organiza la inmemorial Lujuria, y que se ofrecían cotidianamente allí, pero que dormía sobre el lecho casto del poeta, acurrucado a sus pies.




Manuel Mujica Lainez, Los cisnes (fragmento)

martes, 11 de octubre de 2011

Inti Huasi - Óleo sobre bastidor - 90x70 (ADQUIRIDA)

2º Premio
15º Encuentro Nacional de Pintores 2011
Colonia Caroya


     Escuadrillas de aviones oscurecieron el cielo arrojando pequeños cubos forrados con pétalos impermeables. La gente de las ciudades y aldeas corrió a las calles y a los campos para recogerlos. Despedían un aroma intenso y embriagador, provocando sensación de bienestar. Los hombres los regalaron a las mujeres, los niños a sus padres y los vecinos entre sí, con entusiasmo y rebumbio. En pocos días los habitantes del país se repartieron solidariamente millones de cubos perfumados. Los sacerdotes y los idealistas se regocijaron al contemplar esa sorprendente y espontánea distribución.
     Algunos guardaron el objeto prodigioso en un bolsillo, otros en la caja fuerte. Quienes deseaban conservar sus poderes aromáticos lo sometieron a variados procesos. Mas pronto llegaron las instrucciones: debe ser fijado sobre la nariz. La propuesta insólita originó risas; pero los jóvenes encontraron un motivo para quebrar rutinas y se calzaron el cubo sobre la cara, donde quedaba confortablemente instalado como si su diseño hubiera previsto esta eventualidad. Los comentarios de reproche mantuvieron un tono de jocundia y pronto los adultos y ancianos, entregándose al travieso alborozo que recorría el país, también se pusieron el cubo sobre la nariz. Parecemos rinocerontes, dijo alguien; yo diría payasos; yo más bien extraterrestres. Somos hombres nuevos, voceó un líder: y cundió la frase.
     El cubo lanzaba continuos efluvios aromáticos tonificantes. En las fábricas, en las oficinas, en las aulas, en los establecimientos rurales, se estaba produciendo una revolución energética: los humanos se sentían animosos para trabajar.
     Esa nutrición olfativa, que apelaba al sentido más antiguo y casi atrofiado de la especie, fortalecía los centros básales del encéfalo y desde allí repercutía sobre todo el cuerpo. Al principio los usuarios se quitaban los cubos cuando se acostaban y al lavarse el rostro; pero el sueño era más reparador aspirando su aroma y algunos olvidaron sacárselos hasta para higienizarse. Su envoltorio impermeable no sufría deterioro alguno. En pocas semanas todo el país decidió voluntariamente dejarse siempre puesto el maravilloso obsequio con el que regaron al país aquellos aviones, más abundantes que las nubes de lluvia que embeben los campos o las nubes de maná que regocijaron el paladar de los hombres en los yermos del Sinaí.
     Los medios de información difundieron estas buenas noticias; los caricaturistas incorporaron la curiosa verruga nasal en sus personajes y algunos diputados propusieron erigir un monumento al artefacto maravilloso que había operado la transformación milagrosa del pueblo. Los científicos estudiaron sus virtudes y los mecanismos de acción; los músicos y poetas le compusieron cantos. Ensayistas, filósofos y sociólogos se lanzaron con voracidad a ese riquísimo filón que eran las multitudes transformadas mediante efectos físico-biológicos, estudiando conductas, nuevas relaciones intergrupales y apetencias del espíritu.
     Manuel, que había presenciado el asombroso acontecimiento, guardaba una terca desconfianza. Aunque las conclusiones de los científicos eran positivas y algunos teólogos encontraron con rapidez una explicación satisfactoria, presentía que esa situación de alegría estimulada por dispositivos manejados desde una central poderosa, chocaba con sus aspiraciones más profundas. Fue uno de los pocos hombres —quizás el único— que no dormía con el cubo sobre la nariz. Se convirtió por eso en un excéntrico de la flamante sociedad, pero un excéntrico que no recaudaba simpatías ni adherentes. ¿Quién podía negarse a la felicidad, la revitalización continua, el confort íntimo sin estar intelectualmente limitado?
     Sus amigos quisieron hacerle entrar en razón, por el sentimiento solidario que en ellos estimulaban los cubos, pero sus esfuerzos resultaron infructuosos.
     Manuel extrañaba los binomios alegría-tristeza, optimismo-desesperanza. La euritmia planificada, uniforme, aunque lumínica, le sabía a muerte.
     El país llevó en andas a los aviadores celebrando sus proezas heroicas, desfilaron ante los palcos desde donde les arrojaba su saludo un delegado de las nuevas y eficientes jerarquías y organizó fiestas para celebrar el inagotable funcionamiento de los cubos aromáticos. En la memoria se fijaron estos hechos con mayor intensidad que los más notables de la vida anterior. El regocijo creciente produjo iniciativas temerarias: contabilizar el tiempo en antes y después de la lluvia prodigiosa, cambiar el nombre de los meses, modificar el idioma de tal suerte que todas las palabras tengan su raíz en un perfume.
     Teólogos vanguardistas compararon los cubos a ángeles de la guarda y lúcidos antropólogos, asimilándolos a un mito indígena, propusieron llamarlos tona. Unos y otros manifestaron en sesudos artículos su complacencia por la cristalización de viejas lucubraciones.
    Marcos Aguinis, Cantata de los diablos (fragmento)