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PABLO M. PREZ


martes, 11 de octubre de 2011

Inti Huasi - Óleo sobre bastidor - 90x70 (ADQUIRIDA)

2º Premio
15º Encuentro Nacional de Pintores 2011
Colonia Caroya


     Escuadrillas de aviones oscurecieron el cielo arrojando pequeños cubos forrados con pétalos impermeables. La gente de las ciudades y aldeas corrió a las calles y a los campos para recogerlos. Despedían un aroma intenso y embriagador, provocando sensación de bienestar. Los hombres los regalaron a las mujeres, los niños a sus padres y los vecinos entre sí, con entusiasmo y rebumbio. En pocos días los habitantes del país se repartieron solidariamente millones de cubos perfumados. Los sacerdotes y los idealistas se regocijaron al contemplar esa sorprendente y espontánea distribución.
     Algunos guardaron el objeto prodigioso en un bolsillo, otros en la caja fuerte. Quienes deseaban conservar sus poderes aromáticos lo sometieron a variados procesos. Mas pronto llegaron las instrucciones: debe ser fijado sobre la nariz. La propuesta insólita originó risas; pero los jóvenes encontraron un motivo para quebrar rutinas y se calzaron el cubo sobre la cara, donde quedaba confortablemente instalado como si su diseño hubiera previsto esta eventualidad. Los comentarios de reproche mantuvieron un tono de jocundia y pronto los adultos y ancianos, entregándose al travieso alborozo que recorría el país, también se pusieron el cubo sobre la nariz. Parecemos rinocerontes, dijo alguien; yo diría payasos; yo más bien extraterrestres. Somos hombres nuevos, voceó un líder: y cundió la frase.
     El cubo lanzaba continuos efluvios aromáticos tonificantes. En las fábricas, en las oficinas, en las aulas, en los establecimientos rurales, se estaba produciendo una revolución energética: los humanos se sentían animosos para trabajar.
     Esa nutrición olfativa, que apelaba al sentido más antiguo y casi atrofiado de la especie, fortalecía los centros básales del encéfalo y desde allí repercutía sobre todo el cuerpo. Al principio los usuarios se quitaban los cubos cuando se acostaban y al lavarse el rostro; pero el sueño era más reparador aspirando su aroma y algunos olvidaron sacárselos hasta para higienizarse. Su envoltorio impermeable no sufría deterioro alguno. En pocas semanas todo el país decidió voluntariamente dejarse siempre puesto el maravilloso obsequio con el que regaron al país aquellos aviones, más abundantes que las nubes de lluvia que embeben los campos o las nubes de maná que regocijaron el paladar de los hombres en los yermos del Sinaí.
     Los medios de información difundieron estas buenas noticias; los caricaturistas incorporaron la curiosa verruga nasal en sus personajes y algunos diputados propusieron erigir un monumento al artefacto maravilloso que había operado la transformación milagrosa del pueblo. Los científicos estudiaron sus virtudes y los mecanismos de acción; los músicos y poetas le compusieron cantos. Ensayistas, filósofos y sociólogos se lanzaron con voracidad a ese riquísimo filón que eran las multitudes transformadas mediante efectos físico-biológicos, estudiando conductas, nuevas relaciones intergrupales y apetencias del espíritu.
     Manuel, que había presenciado el asombroso acontecimiento, guardaba una terca desconfianza. Aunque las conclusiones de los científicos eran positivas y algunos teólogos encontraron con rapidez una explicación satisfactoria, presentía que esa situación de alegría estimulada por dispositivos manejados desde una central poderosa, chocaba con sus aspiraciones más profundas. Fue uno de los pocos hombres —quizás el único— que no dormía con el cubo sobre la nariz. Se convirtió por eso en un excéntrico de la flamante sociedad, pero un excéntrico que no recaudaba simpatías ni adherentes. ¿Quién podía negarse a la felicidad, la revitalización continua, el confort íntimo sin estar intelectualmente limitado?
     Sus amigos quisieron hacerle entrar en razón, por el sentimiento solidario que en ellos estimulaban los cubos, pero sus esfuerzos resultaron infructuosos.
     Manuel extrañaba los binomios alegría-tristeza, optimismo-desesperanza. La euritmia planificada, uniforme, aunque lumínica, le sabía a muerte.
     El país llevó en andas a los aviadores celebrando sus proezas heroicas, desfilaron ante los palcos desde donde les arrojaba su saludo un delegado de las nuevas y eficientes jerarquías y organizó fiestas para celebrar el inagotable funcionamiento de los cubos aromáticos. En la memoria se fijaron estos hechos con mayor intensidad que los más notables de la vida anterior. El regocijo creciente produjo iniciativas temerarias: contabilizar el tiempo en antes y después de la lluvia prodigiosa, cambiar el nombre de los meses, modificar el idioma de tal suerte que todas las palabras tengan su raíz en un perfume.
     Teólogos vanguardistas compararon los cubos a ángeles de la guarda y lúcidos antropólogos, asimilándolos a un mito indígena, propusieron llamarlos tona. Unos y otros manifestaron en sesudos artículos su complacencia por la cristalización de viejas lucubraciones.
    Marcos Aguinis, Cantata de los diablos (fragmento)

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