No podía siquiera pensar en él o llamarlo. Aparecía de pronto y entonces lo seguía. Cuando no estaba era como si no hubiese existido nunca.
El hombrecito no tenía nombre. Pero lo más inconcebible, cuando él me llamaba por el mío, hubiese sido no acudir a sus llamadas. Donde iba él iba yo, fuera al agua o al fuego. No es que me lo ordenara. Era suficiente que él hiciera cualquier cosa para que yo hiciese otro tanto. No hacerlo hubiera sido tan extraordinario como si mi sombra no siguiera mis movimientos. Acaso fuera yo precisamente eso, la sombra o el espejo del hombrecito, si es que él no era mi sombra y yo, creyendo imitarlo, hacía los movimientos antes o al mismo tiempo que él.
Por desgracia no siempre estaba conmigo y cuando esto ocurría, faltaban a mis hechos naturalidad y necesidad. Un paso, entonces, podía darse o no darse, podía meditarse sobre él. Y todos los buenos, alegres y felices pasos que di en mi vida de entonces los di sin meditar un momento sobre ellos. El reino de la libertad es quizás también el reino del engaño.
Hermann Hesse, Infancia de un mago (fragmento)
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