Comentarios:

Déjese llevar por el primer impulso y que unas simples palabras, las primeras que tenga en la punta de la lengua, fluyan, converjan, se entremezclen y escriba, escriba lo que se le ocurra, al instante, o en algún rincón de su tiempo(si es que quiere pensar lo que va a comentar)
¡Muchas Gracias!

Pablo.-

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PABLO M. PREZ


lunes, 17 de septiembre de 2012

Por las rutas - Acrílico sobre lienzo - 120x40


Cada noche se entendían a la perfección, sin necesidad de hablar, en un diálogo mudo que, no obstante, era más rico y más sabio que las peroratas de todos los sabios de todos los tiempos.
Cada día ella se decía: “¿Cómo se puede soportar a ese bruto que lo único que sabe hacer es discutir con sus amigotes sobre guerras, cacerías y torneos de armas?”; y él pensaba: “¿Cómo se puede aguantar a esa tonta cuyos únicos temas de conversación son los chismes, la moda y la cocina, cuando no se le da por las cuestiones de Dios, el amor, la vida y la muerte?”.
Y volvían cada noche a reanudar aquel coloquio silencioso, y cada día a rumiar en silencio sus mutuos agravios.
Pero jamás, mientras vivieron, cruzaron una sola palabra.

Marco Denevi,  Los silencios de Lanzarote y Ginebra


s/t - Acrílico sobre lienzo 50x55






Se celebraba la última cena.
—¡Todos te aman, oh Maestro! –dijo uno de los discípulos.
—Todos no —respondió gravemente el Maestro—. Conozco a alguien que me tiene envidia y, en la primera oportunidad que se le presente, me venderá por treinta dineros.
—Ya sé a quién aludes –exclamó el discípulo—. También a mí me habló mal de ti.
—Y a mí —añadió otro discípulo.
—Y a mí, y a mí –dijeron todos los demás (todos menos uno, que permanecía silencioso).
—Pero es el único –prosiguió el que había hablado primero—. Y para probártelo, diremos a coro su nombre.
Los discípulos (todos, menos aquel que se mantenía mudo) se miraron, contaron hasta tres y gritaron el nombre del traidor.
Las murallas de la ciudad vacilaron con el estrépito, pues los discípulos eran muchos y cada uno había gritado un nombre distinto.
Entonces el que no había hablado salió a la calle y, libre de remordimientos, consumó su traición.

Marco Denevi,  El maestro traicionado

TRACTAC - Acrílico sobre lienzo y madera 60x75





No para cualquiera

     Érase una vez un individuo, de nombre Harry, llamado el lobo estepario. Andaba en dos pies, llevaba vestidos y era un hombre, pero en el fondo era, en verdad, un lobo estepario. Había aprendido mucho de lo que las personas con buen entendimiento pueden aprender, y era un hombre bastante inteligente. Pero lo que no había aprendido era una cosa: a estar satisfecho de sí mismo y de su vida. Esto no pudo conseguirlo. Acaso ello proviniera de que en el fondo de su corazón sabía (o creía saber) en todo momento que no era realmente un ser humano, sino un lobo de la estepa. Que discutan los inteligentes acerca de si era en realidad un lobo, si en alguna ocasión, acaso antes de su nacimiento ya, había sido convertido por arte de encantamiento de lobo en hombre, o si había nacido desde luego hombre, pero dotado del alma de un lobo
estepario y poseído o dominado por ella, o por último,si esta creencia de ser un lobo no era más que un producto de su imaginación o de un estado patológico. No dejaría de ser posible, por ejemplo, que este hombre, en su niñez, hubiera sido acaso fiero e indómito y desordenado, que sus educadores hubiesen tratado de matar en él a la bestia y precisamente por eso hubieran hecho arraigar en su imaginación la idea de que, en efecto, era realmente una bestia, cubierta sólo de una tenue funda de educación y sentido humano. Mucho e interesante podría decirse de esto y hasta escribir libros sobre el particular; pero con ello no se prestaría servicio alguno al lobo estepario, pues para él era completamente indiferente que el lobo se hubiera introducido en su persona por arte de magia o a fuerza de golpes, o que se tratara sólo de una fantasía de su espíritu. Lo que los demás pudieran pensar de todo esto, y hasta lo que él mismo de ello pensara, no tenía valor para el propio interesado, no conseguiría de ningún modo ahuyentar al lobo de su persona.


Hermann Hesse,  El lobo estepario (fragmento)

martes, 11 de septiembre de 2012

Tulumba - Mixto sobre Bastidor 70x50




    Una de las indispensables tareas del escribiente es verificar la fidelidad de la copia, palabra por palabra. Cuando hay dos o más amanuenses en una oficina, se ayudan mutuamente en este examen, uno leyendo la copia, el otro siguiendo el original. Es un asunto cansador, insípido y letárgico. Comprendo que para temperamentos sanguíneos, resultaría intolerable. Por ejemplo, no me imagino al ardoroso Byron, sentado junto a Bartleby, resignado a cotejar un expediente de quinientas páginas, escritas con letra apretada.
    Yo ayudaba en persona a confrontar algún documento breve, llamando a Turkey o a Nippers con este propósito. Uno de mis fines al colocar a Bartleby tan a mano, detrás del biombo, era aprovechar sus servicios en estas ocasiones triviales. Al tercer día de su estada, y antes de que fuera necesario examinar lo escrito por él, la prisa por completar un trabajito que tenía entre manos, me hizo llamar súbitamente a Bartleby. En el apuro y en la justificada expectativa de una obediencia inmediata, yo estaba en el escritorio con la cabeza inclinada sobre el original y con la copia en la mano derecha algo nerviosamente extendida, de modo que, al surgir de su retiro, Bartleby pudiera tomarla y seguir el trabajo sin dilaciones.
    En esta actitud estaba cuando le dije lo que debía hacer, esto es, examinar un breve escrito conmigo. Imaginen mi sorpresa, mi consternación, cuando sin moverse de su ángulo, Bartleby, con una voz singularmente suave y firme, replicó:
    -Preferiría no hacerlo.
    Me quedé un rato en silencio perfecto, ordenando mis atónitas facultades. Primero, se me ocurrió que mis oídos me engañaban o que Bartleby no había entendido mis palabras. Repetí la orden con la mayor claridad posible; pero con claridad se repitió la respuesta:
    -Preferiría no hacerlo.
    -Preferiría no hacerlo -repetí como un eco, poniéndome de pie, excitadísimo y cruzando el cuarto a grandes pasos-. ¿Qué quiere decir con eso? Está loco. Necesito que me ayude a confrontar esta página: tómela -y se la alcancé.
    -Preferiría no hacerlo -dijo.

Hermann Melville, Bartleby (Fragmento)

s/t - Mixto sobre Bastidor 70x50

 
 
 
     - ¿Me dice usted esto por lo de Diderot?
    -No. En realidad, en realidad no se trata aquí de Diderot. No se mienta usted a sí mismo. El que se miente a sí mismo y escucha sus propias mentiras, acaba no sabiendo distinguir ninguna verdad, ni en sí mismo, ni a su alrededor. Y entonces no siente ya ningún respeto, ni hacia sí mismo, ni hacia los demás. No respentando ya a nadie, deja de sentir amor. No sintiendo ya amor trata de ocuparse y de distraerse, se deja arrastrar por la pasiones, por los placeres groseros y materiales, y se hunde en sus vivios hasta la bestialidad. Y todo esto le viene de mentir continuamente, de mentirse a sí mismo y de mentir a los demás. El que se miente a sí mismo es el primero en ofenderse. Porque a veces resulta muy agradable darse por ofendido, ¿ No es cierto?
     -¡oh bien aventurado, deme su mano a besar!
Fedor Pavlovitch se levantó de un salto y besó rápidamente la seca mano del starezt.
    -¡Es así mismo, sí, es así mismo! Le da a uno mucho gusto sentirse ofendido. Nunca he oído hablar tan bien a nadie [...]
 
Fiodor Dostoyevski, Los hermanos Karamazov (Fragmento) 

lunes, 3 de septiembre de 2012

Ouro Preto - Óleo sobre Bastidor 76x50


Lectura de una ola

     El mar está apenas encrespado, olas pequeñas baten la orilla arenosa. El señor Palomar de pie en la orilla mira una ola. No está absorto en la contemplación de las olas. No está absorto porque sabe lo que hace: quiere mirar una ola y la mira. No está contemplando, porque la contemplación necesita un temperamento adecuado, un estado de ánimo adecuado y un concurso adecuado de circunstancias exteriores; y aunque el señor Palomar no tiene nada en principio contra la contemplación, ninguna de las tres condiciones se le da. En fin, no son «las olas» lo que pretende mirar, sino una ola singular, nada más; como quiere evitar las sensaciones vagas, se asigna para cada uno de sus actos un objeto limitado y preciso.
    El señor Palomar ve asomar una ola a lo lejos, la ve crecer, acercarse, cambiar de forma y de color, envolverse en sí misma, romper, desvanecerse, refluir. Llegado a ese punto podría convencerse de que ha llevado a término la operación que se había propuesto e irse. Pero aislar una ola separándola de la ola que inmediatamente la sigue y como si la empujara y por momentos la alcanzara y la arrollara, es muy difícil, así como separarla de la ola que la precede y que parece llevársela a la rastra hacia la orilla, cuando no volverse en contra como para detenerla. Y si se considera cada oleada en el sentido de la anchura, paralelamente a la costa, es difícil establecer hasta dónde se extiende continuo el frente que avanza y dónde se separa y segmenta en olas que existen por sí mismas, distintas en velocídad, forma, fuerza, dirección.

Italo Calvino, Palomar (Fragmento)