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Déjese llevar por el primer impulso y que unas simples palabras, las primeras que tenga en la punta de la lengua, fluyan, converjan, se entremezclen y escriba, escriba lo que se le ocurra, al instante, o en algún rincón de su tiempo(si es que quiere pensar lo que va a comentar)
¡Muchas Gracias!

Pablo.-

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PABLO M. PREZ


sábado, 26 de mayo de 2012

Rincón del Este - Óleo sobre bastidor - 50x80

     
   

     Hasta el fiscal le había cumplimentado por su presencia de ánimo y serenidad. En suma, el juicio le fue favorable del todo. La misma señora Hamilton, le había testimoniado su gran bondad; solamente Hugo...Pero ella no quería pensar en Hugo. De súbito, a pesar del calor sofocante del departamento, se estremeció y deseó no ir ahora hacia el mar. Un cuadro se dibujaba con toda claridad en su mente. Veía la cabeza de Cyril subir y bajar de la superficie del agua nadando hacia la roca. La cabeza subía y bajaba..., aparecía y se sumergía..., y ella misma, Vera, nadando vigorosamente en su auxilio, pero sabiendo demasiado bien que no llegaría a tiempo... El mar..., sus aguas profundas, calientes y azuladas..., las mañanas pasadas tendidos sobre la arena...y Hugo..., Hugo...que le había dicho que la amaba.


Agatha Christie, Diez negritos (fragmento)

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La señorita Leonides apartó la vista (la apartó trabajosamente, como si para hacerlo, qué cosa tan extraña, hubiera tenido que desmontar un engranaje) y se dedicó a mirar a través de la ventanilla. Esperó un rato y luego miró hacia adelante. No necesitó más para comprobar que la muchacha no había cambiado de posición.
Volvió a mirar por la ventanilla y volvió a mirar hacia adelante. La muchacha no se había movido.
“Es una pobre loca”, pensó.
Pero con pensar que es una pobre loca no se gana mucho si la pobre loca está sentada a nuestro lado y nos escruta hipnóticamente. La señorita Leonides no sabía qué hacer. Se sentía vagamente amenazada. Le parecía que aquella muchacha había comenzado a envolverla, a comprometerla. A partir del momento en que las dos se miraron, la joven había dejado de ser una desconocida. Estaba posesionándose de ella. La invadía. Le trasvasaba una responsabilidad, una carga, un peligro. Hasta la coincidencia de estar vestidas de luto creaba entre ambas un misterioso vínculo que las separaba de los demás y las colocaba juntas y aparte.
Los ojos de la señorita Leonides iban de la ventanilla a la puerta delantera del tranvía y viceversa, y gracias a ese ir y venir vigilaba a la muchacha. Y la muchacha seguía mirándola.
La señorita Leonides abrió y cerró repetidas veces la insondable cartera, carraspeó enérgicamente, canturreó en voz baja, se puso a leer las fascinantes inscripciones del boleto, demostró en todas formas que no estaba intimidada.
Y la muchacha seguía mirándola. Seguía mirándola, seguía mirándola.
“Como me siga mirando así (gemía mentalmente la señorita Leonides) voy a preguntarle si tengo monos en la cara. ¿Pero no se da cuenta del papel que hace? ¿O seré yo la que llamo la atención? ¿Tendré algo en la oreja? ¿Se me habrá puesto la cara violácea? ¿Estaré por morirme?”
Abandonándose a una suerte de vértigo sé volvió hacia la joven. ¿Para qué lo hizo? Debió apartar rápidamente la vista. Pues aquella chiflada seguía mirándola, si, pero las pupilas que antes parecían esperar algo tremendo ahora se habían hecho añicos. La muchacha lloraba. Lloraba silenciosamente, sin un gesto, sin un movimiento. Lloraba con las manos en los bolsillos. Encogida en su asiento, lloraba. Lloraba y miraba a la señorita Leonides. Miraba a la señorita Leonides y amargamente le reprochaba no cumplir con el pacto.

 Marco Denevi, Ceremonia secreta (fragmento)