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Déjese llevar por el primer impulso y que unas simples palabras, las primeras que tenga en la punta de la lengua, fluyan, converjan, se entremezclen y escriba, escriba lo que se le ocurra, al instante, o en algún rincón de su tiempo(si es que quiere pensar lo que va a comentar)
¡Muchas Gracias!

Pablo.-

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PABLO M. PREZ


jueves, 27 de octubre de 2011

Pastor - Óleo sobre bastidor - 60x50



     A medida que adelantaba la lectura, se producía en las facciones de Leontina una suave transfiguración. Ya no veía al monstruo de piedra, cruel, destructor, tumbado sobre el cuerpo del muchacho y aplastándolo, sino al otro, al luminoso descrito por el poeta, que bogaba como un lento navío en el claro de luna. El asesino sofocante se había mudado, por gracia de un artista, en uno de los príncipes encantados del cuento de Andersen, que Charlemagne le había referido alguna vez y que, como el de Sully Prudhomme, nadaban plácidamente, pero llevando livianas coronas de oro. En torno, los personajes pintarrajeados--Noé, Salomón, Josué, Holofernes, Caín, Sansón, Adán y Eva, los ángeles de Sodoma-- aparentaban haberse detenido en medio de sus arduas tareas (entenderse con el sol; contar animales; perder la testa; escapar de un Ojo; enfrentar--los ángeles-- a ansiosos violadores), para escuchar la reseña portentosa del cisne parnasiano, cuya serenidad contradecía sus violencias y furias. Un silencio casi audible sucedió al último alejandrino y a la visión del cisne dormido en el agua. Lo quebró el poeta para revelar un detalle que había reservado hasta el final, como remate de su labor apaciguadora, y era que en el diccionario de la Real Academia Española se topaba con la estupenda referencia de que en la jerga de germanía, el lenguaje de los rufianes españoles, "cisne" era uno de los vocablos que éstos usaron (o usan) para designar a las mujeres que ejercían el mismo comercio sensual de su amiga y copartícipe de la azotea.

--De modo--sonrió-- que tú eres un cisne.

--¿Un cisne?

      Leontina dilató los ojos desconcertados; depositó al gato en el piso, con ternura maternal, se paró, se desperezó, se quitó el kimono y quedó desnuda, fláccida y
voluminosa, delante del septuagenario, que se rascaba la cabeza, similarmente desnuda. Después se vistió, porque debía apresurarse y tomar el colectivo que la
conduciría a su casa. Besó a Aníbal, le agradeció los versos que tanto bien le hicieran, y atravesó el gran Palacio vacío, sin miedo ya de tropezar con el fantasma que la mataría con sus aletazos feroces, porque ella también era un cisne. Y Aníbal Charlemagne retornó a su pieza, seguido por el gato Jazmín, que pasaba el día en lo
de Leontina, y asistía con indiferencia filosófica a los espectáculos cambiantes y a la larga repetidos que organiza la inmemorial Lujuria, y que se ofrecían cotidianamente allí, pero que dormía sobre el lecho casto del poeta, acurrucado a sus pies.




Manuel Mujica Lainez, Los cisnes (fragmento)

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