Circularon despacio, pasaron bajo farolas espaciadas y por esquinas estrechas, mientras la señora Maurier hablaba constantemente de su alma, de la del señor Talliaferro y de la de Gordon. La sobrina iba sentada en silencio. El señor Talliaferro era consciente de su olor limpio y joven, como el de los árboles jóvenes; y cuando pasaban bajo las farolas podía ver su forma esbelta, la revelación impersonal de sus piernas y sus rodillas desnudas y asexuadas. El señor Talliaferro se deleitaba, agarraba su botella de leche y deseaba que el paseo no terminase. Pero el coche volvió junto a la acera, y debía bajarse, por mucho que le pesara.
-Entraré y lo traeré –sugirió con tacto premonitorio.
-No, no, subimos todos –objetó la señora Maurier-. Quiero que Patricia vea cómo es el genio en casa.
-Vaya, tía, ya he visto esos antros –dijo la sobrina-. Están por todas partes –dobló su cuerpo sin esfuerzo, rascándose las rodillas con sus manos morenas.
-Es muy interesante ver cómo viven, querida. Te encantará –el señor Talliaferro protestó de nuevo, pero la señora Maurier se impuso con meras palabras. Así que, a su pesar, encendió cerillas para ellas y las llevó por las escaleras tortuosas y oscuras, mientras sus tres sombras los imitaban, subiendo y cayendo monstruosamente sobre la pared antigua. Mucho antes de que llegaran al último piso, la señora Maurier jadeaba y resoplaba: el señor Talliaferro sintió una pueril alegría vengativa al oír su respiración trabajosa. Pero era un caballero y apartó esa sensación, reprendiéndose a sí mismo. Llamó a una puerta, le dijeron que entrara, abrió.
-¿Ha vuelto? –Gordon se sentó en su única silla, mientras masticaba un sándwich, con un libro entre las manos. La bombilla desnuda refulgía salvajemente sobre su camiseta interior.
-Tiene visita –el señor Talliaferro ofreció su tardía advertencia, pero el otro ya había visto tras su hombro el rostro interesado de la señora Maurier. Se levantó y maldijo al señor Talliaferro, que había empezado de inmediato su infeliz explicación-. La señora Maurier insistió en venir…
La señora Maurier lo derrotó de nuevo.
-¿Señor Gordon? –irrumpió en la habitación, con su cara de feliz asombro como un plato redondo apoyado sobre un borde-. ¿Cómo está? ¿Podrá alguna vez perdonarme por importunarle así? –continuó, con sus cursivas demasiado afectuosas-. Acabamos de encontrarnos con el señor Talliaferro en la calle, llevaba su leche y hemos decidido enfrentarnos al león en su jaula. ¿Cómo está? –le puso encima su mano efusiva, miró atentamente a su alrededor con alegre curiosidad-. Así que aquí es donde trabaja el genio. Es precioso. Muy… muy original. Y eso… -indicó una esquina tras un biombo de harapienta tela ribeteada- es su dormitorio, ¿verdad? ¡Qué agradable! Ay, señor Gordon, cómo envidio su libertad. Y una vista. También tiene una vista, ¿verdad? –le cogió de la mano y miró extasiada a una ventana alta e inútil, que enmarcaba dos cansadas estrellas de cuarta magnitud...
William Faulkner, Los mosquitos (fragmento)
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