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Déjese llevar por el primer impulso y que unas simples palabras, las primeras que tenga en la punta de la lengua, fluyan, converjan, se entremezclen y escriba, escriba lo que se le ocurra, al instante, o en algún rincón de su tiempo(si es que quiere pensar lo que va a comentar)
¡Muchas Gracias!

Pablo.-

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PABLO M. PREZ


lunes, 24 de junio de 2013

Río Ceballos 2013 - Acrílico sobre bastidor (70x100 y 95x72)








    Al fin concluyeron los quince días. Fue, como todo, cuestión de empezar. El primer día le pareció que le faltaba aire que respirar; se ahogaba, desazonado, en la irremediable abstención. Había prometido no fumar un sólo pitillo en dos semanas y la perspectiva de los días que faltaban agudizaba y hacía menos soportable la privación presente. «No podré resistir; no me será posible», se decía, pero su formación moral le impedía quebrantar la promesa. Fuera como fuese, había que resistir, que privarse de humo durante dos semanas, aguantar, aguantar y aguantar... Los días fijados transcurrieron, al fin. Al despertar, el dieciseisavo, lo primero que se representó la mente de Gerardo fue una tenue voluta de humo blanco retorciéndose, contorsionándose, ascendiendo paulatinamente hacia el techo, borrándose al cabo. «Dios mío, esto se acabó, ya puedo fumar», se dijo sigilosamente, atenazado por un temor inconcreto de que alguien pudiera aún ordenarle la prolongación de la promesa: —¡Hola, hijita! ¿Cómo has descansado? Sonreía al besar a su esposa. (Evocaba ya el leve bulto del pitillo separando los labios, ofreciéndole generosamente su extremo para que aspirase hasta saciarse.) —¡Buenos días, chico! ¿Por qué hoy de tan buen humor? Él continuaba sonriendo beatíficamente, regodeándose en una espera voluntariamente impuesta ahora.
    —Es igual; no lo entenderías. Es hoy el día más feliz de mí vida y eso basta. Se estiró en el lecho un momento, luego se incorporó, hizo unas leves flexiones de piernas y se duchó, después, frotándose ásperamente el pecho con agua fría. Ya vestido se encerró en su despacho. Diríase que todo, por dentro y por fuera, había cambiado su fisonomía a la aguda observación de Gerardo. Los ruidos mañaneros ascendían de la calle optimistas y claros. Se asomó un instante a la ventana y vio discurrir bajo sí una interminable hilera de carros que llegaban del campo cargados de leña. (Una leña poblada de aristas, desmenuzada a golpes de hacha, sacrificada en los lejanos pinares.) Entornó los ojos y aspiró fuerte, pareciéndole que con esta profunda, enérgica inspiración, se colmaba todo él de las aromáticas emanaciones de aquellos pinos muertos y despedazados. En el fondo de todo ello había un deleite sensual, una morosidad consciente y prevista para hacer más deseable la reanudación del vicio. Cerró el balcón y se sentó lentamente en el sillón, frente al su mesa. Ante él humeaba el desayuno y aquellas espirales columpiándose en la atmósfera, reavivaron su deseo voluptuoso de verse repleto, saciado de un humo más denso y macizo que aquél, impregnando, paulatinamente, todo su cuerpo. Desayunó con calma. Sin él advertirlo sus labios se entreabrían en una sonrisa de complacencia, como si alguien le cosquillease tenuemente en las comisuras.  
    Notó la templanza del café en el estómago, estimulándole, y entonces constató muy íntimamente que había llegado el momento. De una tabaquera de cuero repujado, junto a él, extrajo un librillo de color teja y, tonta, incomprensiblemente, al notar el liviano rectángulo entre los dedos el corazón comenzó a brincarle aceleradamente. —Si seré tonto —se dijo en alta voz. Pero a pesar de esta convicción, no muy firme, sus labios continuaban entornados, revelando un ancho y hondo deleite. Observó el librillo con ojos escrutadores. Levantó la primera tapa y leyó con fruición: «Verificar el contenido por la abertura de encima.» Sonrió y luego, efectivamente, verificó el contenido. Era hoy uno de esos días que se hallaba predispuesto a dar satisfacción a todo el mundo. Tornó a verificarlo, lanzando sobre «la abertura de encima» una mirada ávida. Existía un recreo meticuloso en todas estas operaciones preliminares a la posesión. En cada una se escondía un aliciente sabroso y estimulante. «Aún quedan hojas para dar y tomar», pensó, y luego, con dedos temblorosos, prendió el translúcido extremo de la hoja que asomaba y tiró de ella «con movimiento de ida y vuelta», como se aconsejaba en letras bien visibles en la parte inferior del estuche. Gerardo hubo de dar, de pronto, un sorbetón inusitado para evitar que una baba tibia y resbaladiza se le deslizase barbilla abajo. Entre las yemas de sus dedos índice y pulgar sostenía ahora la hojita blanca, sutil e ingrávida como una pluma de pechuga de ave. La volvió hacia la luz para comprobar la situación del filete engomado; después tomó con la otra mano el extremo opuesto y, oprimiendo levemente con los pulgares en ambas esquinas y cerrando, casi simultáneamente, la pinza que formaban índice y pulgar de cada mano, obtuvo el pliegue de seguridad que apetecía. —No, no, en estos tiempos no puede desperdiciarse una molécula de tabaco —se dijo en un cuchicheo mientras destapaba de nuevo el cofre de cuero repujado que tenía junto a sí. Tomó un puñadito de tabaco y lo volcó de una vez en el papel plegado. El corazón volvía a brincarle como la primera vez que besó a su mujer, con la misma intranquila, impaciente, palpitación. Ahora rebuscaba en el montoncito como si espigase en un rastrojo. Lo purificaba de elementos nocivos con crispante minuciosidad, solazándose en la proximidad de la satisfacción íntegra de su deseo. Oía a su mujer entrar y salir de la cocina, entenderse con los niños que ya se habían despertado. —Oh, Dios, Dios, que no entren ahora; que no se les ocurra entrar ahora —balbuceó. Deseaba saborear las delicias de aquel primer pitillo en una soledad no interrumpida; creía firmemente que una irrupción en aquellos solemnes instantes podría acarrearle más graves consecuencias que un corte de digestión. Continuaba expurgando el insignificante y oscuro montoncito. Eliminaba de él minúsculas trizas de rígida dureza, los nervios de la hoja insensatamente mezclados con las briznas de tabaco puro y el autorizado porcentaje de follaje de patata. Aún restó un pellizco del montón, que reintegró cuidadosamente al cofre de cuero repujado. Seguidamente igualó con parsimonia el tabaco en el ángulo diedro del papel, y a continuación introdujo el extremo inferior de la hojita bajo el lado opuesto e hizo resbalar el pequeño cilindro sobre las falanges de sus dedos anulares. Aquello iba apretándose, haciéndose duro y compacto, adquiriendo un maravilloso equilibrio de proporciones. —No se me ha olvidado, no. ¡Vive Dios, que está saliéndome como nunca (pasó con precaución la punta de la lengua sobre el borde engomado y añadió con voz sofocada, en un cálido susurro, al tiempo que contemplaba extasiado la obra concluida), como nunca, vive Dios, como en mi vida!... Sostenía el insignificante cilindro en la palma de la mano y su tono blanco resaltaba sobre la epidermis oscura del hombre. Lo contemplaba con sonrisa de vencedor, como un enconado criminal a la presunta víctima en los segundos anteriores a la consumación del crimen. Momentos después se incorporó de súbito y fue a sentarse en el sillón de enfrente, de blandos y profusos muelles. —Así —dijo, y repitió—: Así, cómodamente, que no merme mi placer el menor asomo de molestia física. Raspó un fósforo. (Sentía ya el breve volumen del pitillo entre los labios, el picorcillo de una mota de tabaco, exhalando su exigua carga de nicotina sobre la lengua.) Al aproximar la mano con el fósforo encendido, notó que todo él temblaba, que aquella dicha que casi percibía ya sobre sí era inmerecida para él, miserable pecador; para él y para todos los humanos. La punta de la llama mordisqueaba el extremo del papel que se retorcía transformándose inmediatamente en una pavesa despreciable y gris, como una pizca de caspa. El fuego lamía los primeros corpúsculos de tabaco y el aire se saturaba de un aroma intenso y penetrante. Se le detenía la respiración a Gerardo, se le paralizaban los músculos bucales impidiéndole la succión. Sujetaba el pitillo con los labios con una avidez descompuesta, como un niño hambriento se aferra a la tetilla del biberón. De repente se sintió a sí mismo fuerte y poderoso, disponiendo de una cabal autonomía. Fue entonces cuando inspiró con todas sus energías, con todo su poder físico, notándose morir, desaparecer, bajo la influencia de aquellos efluvios punzantes que se le adherían a las paredes esponjosas de los pulmones, impregnándolas, colmándolas, filtrándose por todos los resquicios, invadiendo su estructura porosa hasta los más recónditos pliegues. Arrojó el fósforo al suelo mecánicamente y recostó la cabeza sobre el respaldo del sillón. Retuvo la bocanada con fruición viciosa y sensual. (Deseaba notar aquella extraña y deliciosa quemazón en todos los extremos de su cuerpo, desde la punta los cabellos hasta la planta de los pies; ansiaba rendirse a la invasión plena de aquel humo azulado, denso y picante que le arrebataba por completo de su monotonía cotidiana.)    
     Se estremeció al oír abrir una puerta allá lejos, en el extremo más distante del pasillo. —¡Oh, Dios, Dios, que no entren ahora! —susurró. Y sus palabras parecían dilatarse en el aire al compás de la humareda que las circundaba. Eran sus palabras, y no el humo, que tomaban forma en el espacio y se diluían luego, ascendiendo lenta, muy lentamente, hacia el techo...

Miguel Delibes, El primer pitillo (fragmento)

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