La
señorita Leonides apartó la vista (la apartó trabajosamente, como si para hacerlo,
qué cosa tan extraña, hubiera tenido que desmontar un engranaje) y se dedicó a
mirar a través de la ventanilla. Esperó un rato y luego miró hacia adelante. No
necesitó más para comprobar que la muchacha no había cambiado de posición.
Volvió
a mirar por la ventanilla y volvió a mirar hacia adelante. La muchacha no se
había movido.
“Es
una pobre loca”, pensó.
Pero
con pensar que es una pobre loca no se gana mucho si la pobre loca está sentada
a nuestro lado y nos escruta hipnóticamente. La señorita Leonides no sabía qué
hacer. Se sentía vagamente amenazada. Le parecía que aquella muchacha había
comenzado a envolverla, a comprometerla. A partir del momento en que las dos se
miraron, la joven había dejado de ser una desconocida. Estaba posesionándose de
ella. La invadía. Le trasvasaba una responsabilidad, una carga, un peligro.
Hasta la coincidencia de estar vestidas de luto creaba entre ambas un
misterioso vínculo que las separaba de los demás y las colocaba juntas y
aparte.
Los
ojos de la señorita Leonides iban de la ventanilla a la puerta delantera del
tranvía y viceversa, y gracias a ese ir y venir vigilaba a la muchacha. Y la
muchacha seguía mirándola.
La
señorita Leonides abrió y cerró repetidas veces la insondable cartera, carraspeó
enérgicamente, canturreó en voz baja, se puso a leer las fascinantes
inscripciones del boleto, demostró en todas formas que no estaba intimidada.
Y
la muchacha seguía mirándola. Seguía mirándola, seguía mirándola.
“Como
me siga mirando así (gemía mentalmente la señorita Leonides) voy a preguntarle
si tengo monos en la cara. ¿Pero no se da cuenta del papel que hace? ¿O seré yo
la que llamo la atención? ¿Tendré algo en la oreja? ¿Se me habrá puesto la cara
violácea? ¿Estaré por morirme?”
Abandonándose
a una suerte de vértigo sé volvió hacia la joven. ¿Para qué lo hizo? Debió
apartar rápidamente la vista. Pues aquella chiflada seguía mirándola, si, pero
las pupilas que antes parecían esperar algo tremendo ahora se habían hecho
añicos. La muchacha lloraba. Lloraba silenciosamente, sin un gesto, sin un movimiento.
Lloraba con las manos en los bolsillos. Encogida en su asiento, lloraba. Lloraba
y miraba a la señorita Leonides. Miraba a la señorita Leonides y amargamente le
reprochaba no cumplir con el pacto.
Marco Denevi, Ceremonia secreta (fragmento)