Cada noche se entendían a la perfección, sin necesidad de hablar, en un
diálogo mudo que, no obstante, era más rico y más sabio que las peroratas de
todos los sabios de todos los tiempos.
Cada día ella se decía: “¿Cómo se puede soportar a ese bruto que lo
único que sabe hacer es discutir con sus amigotes sobre guerras, cacerías y
torneos de armas?”; y él pensaba: “¿Cómo se puede aguantar a esa tonta cuyos
únicos temas de conversación son los chismes, la moda y la cocina, cuando no se
le da por las cuestiones de Dios, el amor, la vida y la muerte?”.
Y volvían cada noche a reanudar aquel coloquio silencioso, y cada día a
rumiar en silencio sus mutuos agravios.
Pero jamás, mientras vivieron, cruzaron una sola palabra.
Marco Denevi, Los silencios de Lanzarote y Ginebra