Como el dueño de la casa nos aumentara el alquiler, nos mudamos de barrio, cambiándonos a un siniestro caserón de la calle Cuenca, al fondo de Floresta.
Dejé de verlos a Lucio y Enrique, y una agria tiniebla de miseria se enseñoreó de mis días.
Cuando cumplí los quince años, cierto atardecer mi madre me dijo:
-Silvio, es necesario que trabajes.
Yo que leía un libro junto a la mesa, levanté los ojos mirándola con rencor. Pensé: trabajar, siempre trabajar. Pero no contesté.
Ella estaba de pie frente a la ventana. Azulada claridad crespuscular incidía en sus cabellos emblanquecidos, en la frente amarilla, rayada de arrugas, y me miraba oblicuamente, entre disgustada y compadecida, y yo evitaba encontrar sus ojos.
Insistió comprendiendo la agresividad de mi silencio.
-Tenés que trabajar, ¿entendés? Tú no quisiste estudiar. Yo no te puedo mantener. Es necesario que trabajes.
Al hablar apenas movía los labios, delgados como dos tablitas. Escondía las manos en los pliegues del chal negro que modelaba su pequeño busto de hombros caídos.
Ella estaba de pie frente a la ventana. Azulada claridad crespuscular incidía en sus cabellos emblanquecidos, en la frente amarilla, rayada de arrugas, y me miraba oblicuamente, entre disgustada y compadecida, y yo evitaba encontrar sus ojos.
Insistió comprendiendo la agresividad de mi silencio.
-Tenés que trabajar, ¿entendés? Tú no quisiste estudiar. Yo no te puedo mantener. Es necesario que trabajes.
Al hablar apenas movía los labios, delgados como dos tablitas. Escondía las manos en los pliegues del chal negro que modelaba su pequeño busto de hombros caídos.
-Tenés que trabajar, Silvio.
-¿Trabajar, trabajar de qué? Por Dios... ¿Qué quiere que haga?... ¿que fabrique el empleo...? Bien sabe usted que he buscado trabajo.
Hablaba estremecido de coraje; rencor a sus palabras tercas, odio a la indiferencia del mundo, a la miseria acosadora de todos los días, y al mismo tiempo una pena innominable: la certeza de la propia inutilidad.
Mas ella insistía como si fueran ésas sus únicas palabras.
-¿Trabajar, trabajar de qué? Por Dios... ¿Qué quiere que haga?... ¿que fabrique el empleo...? Bien sabe usted que he buscado trabajo.
Hablaba estremecido de coraje; rencor a sus palabras tercas, odio a la indiferencia del mundo, a la miseria acosadora de todos los días, y al mismo tiempo una pena innominable: la certeza de la propia inutilidad.
Mas ella insistía como si fueran ésas sus únicas palabras.
-¿De qué?... a ver ¿de qué?
Maquinalmente se acercó a la ventana, y con un movimiento nervioso arregló las arrugas de la cortina...
Maquinalmente se acercó a la ventana, y con un movimiento nervioso arregló las arrugas de la cortina...
Roberto Arlt, El Juguete Rabioso (Fragmento)
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